Finaliza una semana ensombrecida con los escabrosos relatos inherentes a la propaganda bélica. Las imágenes de cadáveres yacentes en las calles de Bucha causaron desasosiego, angustia y estupefacción; y, con justificada indignación, la opinión pública condenó unánime y severamente la ferocidad del oso estepario. Y eso está bien. Y,  todavía bajo sospecha, a pesar de negar su responsabilidad en los abominables crímenes y tachar de montaje las imágenes fotográficas, fílmicas y televisuales mostradas en los medios occidentales, deberíamos concederle a Moscú el beneficio de la duda: a fin de cuentas, ya comenzamos a conmemorar la más importante de las festividades cristianas: la Semana Santa, tiempo de reflexión, recogimiento y perdón —la Pascua rusa se celebra el próximo 24 de abril, una semana después de nuestro Domingo de Resurrección—. La guerra y la pandemia siguen dominando el panorama informativo: aquella, debido a la admirable resistencia del país invadido; esta, en virtud de su persistencia. Ojalá los actos programados en el calendario litúrgico puedan poner un alto el fuego, a los contagios y a la rusofobia —los justos siempre cargan con la culpa de los pecadores—.

En atención a las disposiciones del Concilio Ecuménico de Nicea (20 de mayo-25 de julio del año 325), o a los cálculos de Dionisio el Exiguo, monje y matemático, inventor, dicen, de la locución latina anno Domini (año del Señor), de quien escasean referencias a su trayectoria vital, capaces de certificar su existencia, concluye el período de ayunos y preparación espiritual previo a la Semana Mayor —para gran parte de la población venezolana el ayuno dura mucho más de 40 días, en virtud de la penitencia alimentaria impuesta por el régimen—. Terminó la Cuaresma sin los rigores de la planetaria cuarentena profiláctica y, ¡albricias!, vuelven las fiestas y bendiciones de palmas y palmeros a los templos católicos, apostólicos y romanos del orbe, y se glorifica, ¡hosanna!, la entrada de Jesús a Jerusalén —¡en burro, hágame el favor!—, como refieren los evangelistas Marcos, Mateo, Lucas y Juan, quienes, si no fueron testigos de su arribo, se enteraron del mismo a través de la chismosa rumorología de la sacra ciudad ocupada por los romanos, donde se le creía «el mesías prometido al pueblo de Israel». Si no lo era, merecía serlo. Entregó su vida para redimir a los hombres. Era el hijo de Dios, concebido por María sin mediación carnal de su marido, el anciano carpintero José, sino de una celestial paloma, encarnación simbólica del Espíritu Santo —uno de los aspectos de su misteriosa, santísima y trina condición—, tal relata blasfemadoramente el escritor sueco Pär Lagerkvist en su notable y cinematografiada novela Barrabás.

Del ladrón liberado por Poncio Pilatos a petición del público presente en el (gracias a Hollywood) espectacular juicio contra el redentor —el pueblo nunca se equivoca, sostiene los demagogos—, se sabe su conversión a la fe de Cristo y  se desconoce cómo, cuándo y dónde murió. Tampoco sabemos mucho del fallecimiento de Pilatos; el deceso del redentor, en cambio, es ampliamente detallado en el nuevo testamento. De un falso redentor con determinación, predicamento y audiencia en Roma, en tiempos del emperador Claudio, dan noticias los Hechos de los Apóstoles.  Lo llamaban Simón el Mago. De su existencia me enteré en una película, El cáliz de plata (The Silver Chalice, Victor Saville, 1954) protagonizada por Virginia Mayo, Pier Angeli, Jack Palance y Paul Newman. Esa lamentable cinta, cuya acartonada escenografía hubiese lucido mejor en un filme de ciencia ficción y no en un culebrón bíblico —era incluida, diríamos religiosamente y sin anestesia, en la programación especial del sacro asueto primaveral de los canales de televisión públicos y privados—. A pesar de tratarse de su debut en el cine, Newman se sintió avergonzado de su participación en el péplum y publicó un aviso  pidiendo disculpas, aun cuando su interpretación le valió ser catalogado por la crítica como la revelación actoral de ese año ―no en vano había estudiado arte dramático en Yale—.

Simón de Gitta, Simón el Hechicero o Simón el Mago puede ser considerado como el más serio de los rivales religiosos de Jesús. Sus habilidades y conocimientos de oficios no tan herméticos como pretende la leyenda (trucos. máquinas y prestidigitación, tal vez, pero también verbo, presencia, carisma) le permitían maravillar y cautivar a las masas, cual lo hacía el de Nazaret. Si este resucitaba un muerto, aquel hacía caminar a las estatuas. En Samaria pretendió sobornar a los apóstoles Pedro y Juan para obtener de estos la facultad de transmitir la gracia del Espíritu Santo (de allí la palabra simonía). Se propuso volar e instaló en lo alto de una torre, erigida a tal efecto, un artilugio producto de su invectiva. Cuando llegó el momento de imitar a las aves, consideró innecesarias las artimañas y, creyéndose capaz de surcar el cielo sin alas, se precipitó al vacío para estrellarse a los pies del emperador y decepcionar a la multitud expectante de la portentosa y frustrada acrobacia que lo habría deificado. La performance del heresiarca volador fue un fiasco, porque su competidor se levantó de entre los muertos a los tres días de haber sido crucificado y ascendió a los cielos para sentarse a la diestra de Dios Padre, mientras él no pasó del suelo. Sus peripecias las asocio a los desesperados esfuerzos del santón de Sabaneta para contener la multitudinaria marcha del 11 de abril de 2002, valiéndose,  cual un prestidigitador de feria, de recursos técnicos de baja estofa a objeto de invisibilizarla, poniendo en práctica un encadenamiento mediático permanente, afortunada e inteligentemente quebrantado con pantalla dividida por RCTV, Venevisión, Televen y Globovisión.

Es Domingo de Ramos y comienza la Semana Santa. Por tan sagrada senda no continuará transitando mi pluma, porque se cumplen, mañana lunes 11, 20 años de la renuncia solicitada a Chávez por el Alto Mando Militar, «la cual aceptó», según el ministro de Defensa, general en jefe Lucas Rincón, nombrado 10 días antes, para coordinar una conjura urdida con el propósito, no de salir del golpista de febrero del 92, sino de instaurar un régimen castrense sin vínculos con la oficialidad fiel a la República Civil, desdeñosamente ordinada y nominada cuarta en la cronología revolucionaria, y es imperativo examinar de nuevo lo acaecida entonces, sin parar mientes en llover sobre mojado.

Con un dominio de las artes del engaño rayano en el virtuosismo, los operadores políticos y asesores del chavismo crearon un ilusorio «vacío de poder», simulando las dimisiones de Chávez y Cabello, y propiciando el fugaz ascenso de los líderes circunstanciales de la revuelta civil incubada desde fines de 2001 contra 49 leyes, rechazadas en referéndum y aprobabas a juro a través de una habilitación abusivamente manipulada. Transcurridas dos décadas de la infeliz juramentación de Pedro Carmona Estanga y la lectura del  Acta de Constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional, dejando sin efecto la  Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y decretando la disolución de la Asamblea Nacional y el Tribunal Supremo de Justicia, y suspendiendo al fiscal general, al contralor general, a los gobernadores y a los alcaldes electos, proseguimos en Babia sin saber a ciencia cierta quién fue la eminencia gris tras el inexplicable borrón y cuenta nueva con sabor a autoritarismo y aroma de derecha recalcitrante —el tinte ideológico del frágil gobierno emergente  no es objeto de estas reflexiones—, incapaz de sostenerse sin el concurso de las fuerzas armadas, cuyo origen y deriva reclamaba una comisión de la verdad, porque hasta el sol de hoy son demasiadas las preguntas y muy pocas las respuestas en torno a un hecho fundamental de nuestro acontecer político: nunca se precisaron con exactitud, no las causas y consecuencia de la fractura del hilo constitucional, de sobra conocidas y padecidas, sino el intríngulis de una monumental impostura fraguada… ¿desde La Habana? —en la capital cubana, durante la IX Cumbre Iberoamericana (15-16 de noviembre de 1999), Chávez declaró: «Venezuela va hacia la misma dirección, hacia el mismo mar hacia donde va el pueblo cubano, mar de la felicidad, de verdadera justicia social, de paz»— .   Muerto el perro se acabó la rabia. Y el perro era un Alto Mando Militar respetuoso de la Constitución y las leyes. Al apartarle del poder, la logia o mafia partícipe de los golpes de febrero y noviembre del 92 se atornilló al poder con la intención de no abandonarlo jamás. Y ahora, cada mañana, al despertarnos, allí continúa, como el dinosaurio de Monterroso.

Hay exceso de cabos sueltos, abundante tela para cortar y demasiadas preguntas sin respuestas con relación a esa episódica asonada. ¿Fue el quítate tú pa’ ponerme yo, televisado y difundido en cadena nacional, una pantomima para camuflar una celada, preparada con milimétrica minucia, a fin de desarticular a la disidencia, y salir de una oficialidad alérgica al comunismo? ¿Cómo elucidar el providencial contragolpe del general Baduel, Deus ex Machina, restituyendo al ángel caído, sin un tiro de por medio? ¿Por qué, repetimos, no se indagaron los antecedentes, pormenores y consecuencias del resbalón presidencial y el efímero encumbramiento de Carmona? ¿Quiénes le ayudaron a huir del país? ¿Quiénes ordenaron enrumbar la marcha a Miraflores? ¿Quién redactó el deplorable decreto leído durante la juramentación del jefe de la patronal? ¿Se trató no más de una cantinflérica comedia de enredos? Mientras el nicochavismo siga mandando, no sabremos si el 11 de abril de 2002 hubo de verdad un putsch, si el vacío de poder fue imaginado por  la televisión o se produjo un golpe envasado al vacío gracias a un émulo de Simón el Mago.

 


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