Es harto sabido por todo ciudadano medianamente informado sobre los asuntos de interés público de una determinada polis que todo consenso, o relación consensual de una porción sociodemográfica de la sociedad, genera de suyo unos vínculos o lazos de responsabilidad ético-políticas en torno a los acuerdos que se pautan previa discusión y debates acerca de temas de especial relevancia para el conglomerado social al le conciernen dichos temas.
Luego, una vez alcanzado mediante las respectivas votaciones el “consenso” de remanente ideo-político una expresión de “disenso” o “heterodoxia criteriológica” que solemos denominar con el nombre de “minorías”.  Es tan digno de encomio y merecedor de respeto a la “mayoría hegemónica” tornada dominante a partir de una cierta elección naturalmente democrática como respeto sagrado debe merecer la minoría provisional que a partir de entonces se convierte en “disenso disidente”.

No sé a ciencia cierta las razones psíquicas profundas ni tampoco merced a qué disparadores emocionales y psicoanalíticos siempre tiendo a tomar partido a favor de toda minoría. Desde mi más tierna juventud sentía que algo en mí me llevaba a identificarme con toda facción “perdedora” en cualquier ámbito de la vida; de ahí mi predilección por las minorías. Desde siempre me han apasionado las causas injustamente llamadas “perdidas”. Estoy a favor de toda minoría étnica y en consecuencia subscribo sus aspiraciones más caras. Pero mismo he sido “ecologista”, “hippie”, “ácrata”, “indigenista”, “anticapitalista”, “anticomunista”, “posmoderno”, y qué sé yo cuántos “ismos” que se han llevado la peor parte en las refriegas sociales y culturales en el devenir de la deriva civilizatoria de este triste y lamentable villorrio devenido en “colonia penal” que indistintamente nos empeñamos en llamar un país.

La razón tiránica que se atavía con sus oropeles verdioliva, la razón militar-cuartelaria, que se afana en uniformizar a las grandes mayorías sociales, que con sobrados motivos se niegan a obedecer las órdenes jerárquico-piramidales que pretenden someter al resto del tejido social hace lo que políticamente le dicta el dogma hegemónico para evitar que  las minorías se transformen en “nuevas mayorías”  en razón de los procesos disuasivos y/persuasivos según sea el caso de rigor. En democracia, en estricta y rigurosa democracia, en democracia sin adjetivos, los militares son “obedientes” y “no deliberantes”, supeditados al poder civil elegido constitucionalmente en libérrimos comicios transparentes y legítimos a la luz de observadores nacionales e internacionales sin un ápice de mácula ni sombra de dudas. La razón militar, cualesquiera que ella sea, de la índole que fuere, es una razón antipolítica porque basa su pertinencia en el temor y el miedo que infunden las armas.

Es por ello que la razón militar siempre “vence” pero jamás convence. De allí que una sociedad regimentada y obsidional como la que prevalece en Venezuela
es literalmente imposible que un civil y un militar puedan “discutir” ni “debatir” en condiciones de igualdad acerca de temas delicadamente abstrusos y sensiblemente complejos sobre el interés trascendentemente estratégico para las mayorías nacionales, pues, las “armas” de un ciudadano civil (la palabra desarmada) no pueden compararse nunca con las armas cargadas con municiones de hombre investido y embutido en un
uniforme militar. Por ello, y por otras razones muchas, es un contrasentido hablar de “el pueblo en armas” cuando se refiere a una democracia.

 


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