En determinado momento de mi vida de lector me pregunto: ¿qué diablos busco yo entre la hojarasca azarosa de tantas novelas, cuentos, poemas que informan mi atormentada existencia de lector a lo largo de un poco más de cinco décadas consagradas al más inocente y peligroso oficio que homo ludens ha alcanzado a inventar desde las más remotas épocas de las cavernas hasta este presente aciago que signa el universo de las más hermosas mentiras verdaderas como certeramente algún escritor denominó al mundo de la ficción novelesca?

Tal vez la lectura de la novela de La hija de la española de Karina Sainz Borgo, Editorial Lumen, Madrid, 2020, 196 páginas, me ayude a arrojar un poco de luz sobre las más inquietantes y angustiosas vicisitudes que emergen a la superficie de mi sensibilidad de lector que anda, cual extraviada veleta en medio de un mar encrespado violento, buscando lo que no se le ha perdido.

Abordo expectante la lectura de la novela de Sainz Borgo precedido de las salutaciones de escritores de rutilantes nombradías en los poblados cielos de la narrativa de habla hispana aunado a la traducción de dicha novela a más de una veintena de idiomas. ¿No puedo evitar preguntarme: qué puede contener una novela como La hija de la española para que haya despertado el insaciable interés de millones de lectores en la era del consumo masivo de imágenes y audios que acaparan la atención del homo sapiens-sapiens? En la era de Neflix, Spotify, YouTube, Twitter, Facebook, Telegram, Whatsapp y en el umbral de las serias promesas de Mark Zuckemberk de hacer realidad la utopía de la teletransportación para el año 2030 o tal vez antes; qué puede decirnos el alma sensible y sensitiva de una escritora que aún no roza las cuatro décadas…

En algún recodo de la prolífica sabiduría borgesiana hallo una pista a una de mis interrogantes, a saber: “lo más real procede del enigmático mundo de la ficción”.

Tres paratextos emblemáticos exornan el pórtico de la novela de Sainz Borgo: Yolanda Pantin, Jorge Luis Borges y Sófocles. Suficientes motivos para entrar de la mano de la novelista acompañados de certera garantía de que el itinerario ficcional aguarda grandes e inolvidables sorpresas.

La novela inicia su trama anecdótica con la muerte de la madre del actante narratario de nombre Adelaida Falcón, profesora de la lengua de Cervantes y hermana de las gemelas Amelia y Clara quienes regentan una modesta hostería ubicada cerca del mar en el pintoresco pueblo de Ocumare de la Costa, cerca de Bahía de Cata y Choroní en el estado Aragua. La tesitura temporal de la narración está escrita en pasado y funda su trama en  una historia que pretende verosimilitud en el hipotético lector tendiendo un puente de secreta complicidad  con el mismo hablando desde la primera persona del singular. “Mi mamá guardaba aquella fotografía junto con su expediente académico de licenciada en Educación…” Nótese que el narrador habla desde un ámbito profundamente íntimo, desde un clima psicológico familiar. Ello basta para conferirle a la historia un convincente élan de veritatividad que persuade al lector más escéptico y descreído e incrédulo. El léxico que riela sobre las páginas de la novela combina magistralmente locuciones de clara extracción venezolanista como por ejemplo: “guarapo”, “brebaje”, “bebedizo”, “flacuchenta”, “enclenque” “carne mechada”, “chicharrón frito” y un sinfín de palabras y giros expresiones idiolectales que forman parte del substrato idiomático identitario de la más pura venezolanidad dialectal. Obviamente, la clara y diáfana conciencia del manejo de la lengua en que la espesa tradición idiomática se afinca la narradora le otorga al cuerpo proteico de la novela una inobjetable vocación universal. La novela narra urbe et orbe y se zafa de cualquier eventual desliz costumbrista y evade también cualquier tentación vernácula endogámica de la materia verbal con que se narra una historia de ficción. “El difunto”, un estudiante de Ingeniería que embarazó a Adelaida Falcón y huyó por la de Villadiego y puso una pica en Flandes cuando se enteró que Adelaida estaba preñada es un dato suficiente para que el creador de la historia deje entrever que el paradigma ginecocrático de la sociedad en la que se desenvuelve la novela da cuenta ampliamente que existen modelos societales en los cuales la madre es padre a la vez. Una moraleja nada desdeñable que subyace implícitamente en la novela para aquellos que quieren ver y efectivamente tienen interés en ver. La familia de La hija de la española estricta y rigurosamente hablando desde un punto de vista genealógico la conforman dos: la madre y la hija. La metáfora que emplea la autora para identificar a la familia es la imagen del junco y la de la Sábila, pues “son capaces de crecer en cualquier parte” y están hechas para soportar cualquier adversidad. La palabra para describir la voluntad de vivir y sobrevivir es “resistir”. “No esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra”.

Esta novela es la metáfora del derrumbe y demolición de un “sprit du temps”, la autora funge de testamentaria de la lenta pero inexorable desaparición física, moral e intelectual de una época histórica que extingue ante nuestros ojos dejando en el ánimo del lector un amargo sabor de desasosiego ontológico junto con la certeza de la inutilidad de toda noción de porvenir.

Gloria, ese terrible e infame personaje psicopatológicamente trastornado por su enfermiza adicción al dinero personifica el trastrocamiento del valor sustantivo de la solidaridad en el antivalor de la depredación antropofágica y caníbal que inevitablemente consigo la sociedad que pugna por nacer de los escombros del antiguo régimen…

 


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