Hace  más o menos un mes, refiriéndome  al Día del Amor y la Amistad,  arrojé a la papelera del olvido el «trágico y memorable» 14 de febrero de 1936, cuando, por primera vez en muchos, muchísimos años, los caraqueños salieron masivamente a las calles a protestar contra la suspensión de garantías y la censura a medios impresos y emisoras de radio, siendo violentamente reprimidos por órdenes del chafarote y gobernador capitalino Félix Galavís, poniendo a prueba la calma y cordura del sucesor de Juan Vicente Gómez, el general en jefe de bien ganados soles Eleazar López Contreras. Ese fatídico y glorioso día —echo mano de la afirmación de Mariano Picón Salas— «la nación entró en el siglo XX y la sociedad venezolana retomó la larga marcha hacia la democracia; larga marcha iniciada a partir del «Decreto de Garantías» del mariscal federalista y presidente de los Estados Unidos de Venezuela Juan Crisóstomo Falcón (18 de agosto de 1863), tal se infiere de una fugaz lectura de Recordar la Democracia (Germán Carrera Damas, 2006): no es, pues efeméride a ser borrada de nuestra memoria histórica y es imperdonable haberla soslayado en este espacio. Traigo el despiste a colación previendo que no me suceda lo mismo con el día de hoy, 19 de marzo, fecha dedicada a celebrar el Día del Padre en buena parte del orbe hispanoparlante y, en Venezuela, a joropear en la población de Elorza —localidad así denominada en homenaje al coronel José Andrés Elorza, quien en la guerra de independencia acompañó al ejército de Páez—. Según historiadores e investigadores apureños este sarao llanero se celebra desde el año 1955, cuando sus habitantes dispusieron agradecerle a San José, patrono del pueblo, las mercedes concedidas.

A criterio de algunos heresiarcas, el carpintero de Nazaret, a quien, asienta una edición extra canónica de Las celestiales (en glosa al pie de página a una copla cuyo tenor recomienda silenciarla), su mujer habría  puesto cuernos con el mismísimo Hacedor transfigurado en mansa paloma —cual el lujurioso Zeus transmutado en cisne para poseer a Leda, o en toro para darle lo suyo a Europa, como hubiese proclamado el procaz redentor de Sabaneta—. Ojalá el figurante salsero y presidente de facto acudiese a Elorza trajeado con uno de sus ridículos liquiliquis y calzado de alpargatas a ver si aguanta el joropo de la inquisición popular.

A estas alturas del juego son demasiadas las interrogantes derivadas de la gestión de una ineptocracia no legitimada con los votos del soberano, impuesta desde La Habana, a través de un moribundo atiborrado de fármacos, cuyo manejo de los asuntos públicos estuvo signado por la improvisación, o quizá ―eso barruntan los teóricos de la conspiración y buena parte del país pensante― de una conjura debida, sí, a la nomenklatura cubiche, pero con la complicidad del Alto Mando Militar vernáculo. Y, si diversas y numerosas son las dudas asociadas a una herencia con visos de vendetta postrera, no menos variadas y numerosas resultan las incógnitas de ella derivadas; empero, ahondar en este asunto ameritaría una extensa digresión. Mejor finiquito el exordio y retomo parte del tema abordado el domingo anterior en este mismo espacio.

Sí, el domingo 12 de marzo, publiqué un artículo —Del gran momento de María Corina y algo más—, respecto al cual, tal corresponde a una figura de vehemente y controversial discurso, hubo reacciones encontradas entre algunos amigos. Opiniones y contraopiniones varias recibí por WhatsApp. ¿Es una vindicación?, preguntó uno, mientras otro inquirió si se trataba de una provocación. Para satisfacer la curiosidad de ambos pude haber respondido con una cantinflada maliciosamente atribuida a Carlos Andrés Pérez: «Ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario»; eso sería escurrir el bulto y, por lo tanto, trataré de explicar la intencionalidad del texto de marras. Tienen mucha razón quienes percibieron en él una especie de desafío dirigido a los críticos y adversarios de la dirigente en alza y, no menos, los que lo asumieron como una constatación del calado de su narrativa en una ciudadanía decepcionada de la desquiciada brújula de la oposición, sobre todo a partir de la sepultura del interinato.

Ese acercamiento, evidenciado en las movilizaciones efectuadas en sus visitas a distintos puntos de la geografía nacional (hay reciente testimonio audiovisual de la llevada a cabo en los Andes), sumado a los indicadores opináticos, respaldan nuestros asertos; sin embargo, lo más persuasivo de su postura está contenido en una entrevista concedida a Ludmila Vinogradoff, corresponsal en Caracas del cotidiano madrileño ABC, de la cual citaré sólo una frase, a mi juicio, concluyente: «No quiero ser jefe de la oposición, a mí lo que me interesa es sacar a Maduro del poder». Tener a Nicolás en su mirilla está bien. Mejor estaría apuntar más alto y convertir en diana de sus venablos a quien verdaderamente tiene la sartén por el mango: Vladimir Padrino López. El inamovible sostén de Nico, quien, una vez más y actuando como jefe supremo del partido militar de gobierno, acaba de pasarse por el forro o por el rabo la Constitución de la república, al asegurar que la fuerza armada nacional bolivariana comparte la ideología del oficialismo, en otras palabras, es chavista —la recuperación de la democracia pasa necesariamente por la depuración de esta institución—. El agente de Moscú, en acto extemporáneo a fin de rememorar, con marcial solemnidad y espeluznante  retórica, la muerte del comandante eterno expresó, sin vergüenza ni rubor: «Debemos sembrar a Chávez, como lo hemos venido haciendo en estos últimos 10 años, sembrarlo en cada cuartel, en cada aula de clases, en cada tanque, en cada buque, en cada avión… pero sembrarlo no con una pancarta, una figura, una imagen, sino mucho más allá de eso porque, lo repito, nadie en este mundo, nadie podrá sacar a Chávez del corazón de la fuerza armada nacional bolivariana» (las mayúsculas estarían demás).

Cuando en política alguien lanza un globo de ensayo, hace pública una idea, propuesta, proyecto o tesis para ver cómo reacciona la sociedad o parte de ella. La siembra del padrino no es un aerostato de prueba: es un petardo de marca mayor. Volaría, sí, después de hacer estallar todo a su alrededor, no se sostendría en el aire, y se precipitaría a tierra como un fardo inútil. Los alegatos en torno a la pertinencia o inconveniencia de la candidatura presidencial de María Corina sí fueron pensados a objeto de ser difundidos a modo de globo de ensayo. Y por ahí está, gravitando en la imaginación de quienes comparten con ella la imperiosa necesidad de salir de Maduro, aventándolo a la estratósfera, sin posibilidades de retorno. Y, debo confesarlo, mis pretéritas divagaciones sobre la Machado fueron un mero globo de ensayo. Suficiente por hoy; pero antes de bajar el telón, un comentario más: discrepo del padre Ugalde acerca en su valoración de la inteligencia del usurpador. Y lo hago, después de leer acerca del árbol genealógico del burro. Adiós y hasta la próxima.


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