“Puedo resumir en tres palabras todo lo que he aprendido de la vida: la vida sigue”

Robert Frost

Nos invadió la tristeza a todos en el chat de la promoción del colegio. Se nos había ido Carlos Alberto, víctima del covid-19…

El 12 de abril de 1945 fallecía, de causas naturales, el presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, artífice, junto con Winston Churchill, de la campaña (y posterior victoria) militar aliada contra la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial. Al día siguiente Hitler, ya en su búnker, festejaba lo ocurrido. Pero la guerra no se detendría: ese día 13, las tropas americanas entraban en Núremberg y las rusas hacían lo propio en Viena. El 30 de ese mismo mes, el Führer se suicidaba y la guerra en Europa llegaba a su fin. En condiciones distintas, en 1963, aquel fatídico viernes 22 de noviembre, el presidente John F. Kennedy, quien el año anterior había evitado una tercera guerra mundial, esta vez de alcance nuclear (la crisis de los misiles cubanos), era asesinado en la ciudad de Dallas. Minutos después, a bordo del Air Force One, el vicepresidente Lyndon B. Johnson era juramentado como nuevo presidente, con la ya viuda Jackie, parada estoicamente a su lado, cubierta con la sangre de su esposo. Al día siguiente, sábado, se estrenaba en el Reino Unido la serie de ciencia ficción Doctor Who. La vida seguía su curso…

La historia universal está repleta de ejemplos similares con personalidades que, en vida, se creían (ellos mismos y su entorno) irremplazables: Alejandro Magno, Julio César, Carlomagno, Gengis Kan, etc. En algunos casos, sí, hubo repercusiones importantes después de aquellas muertes, que pasaron por la caída de naciones e imperios, pero siempre, inexorablemente, la Tierra (como hoy) siguió girando sobre su propio eje.

En el ámbito de la microhistoria, no en su concepto originario del estudio de lo cotidiano y social, sino más bien en relación con nuestro transcurrir por la vida como individuos, integrantes de una familia o grupo de amigos, que, nos guste o no, pasamos inadvertidos en lo histórico, nuestras pérdidas cercanas son más sufridas que aquellas que involucran a alguna personalidad de relevancia nacional o internacional. Así, recuerdo cómo tanta gente lloró la pérdida de Elvis. Pero en mi memoria quedó marcada, incomparablemente, la aflicción de mi familia cuando murió mi abuelo. Lo nuestro duele más, y el duelo suele ser más intenso y prolongado.

El mundo entero pasa por una pandemia que se ha llevado a algunos famosos, sí, pero también a familiares y amigos. Un siglo después de aquella catastrófica “gripe española” que cargó con más muertos que la propia Gran Guerra, y muy a pesar de tantos avances científicos desde entonces, la muerte vuelve vestida de mascarilla. Y es que pareciera que ese objeto (máscara) nos acompañara en todas las calamidades, como una pesadilla, desde la peste negra en el siglo XIV (de aspecto siniestro con pico de pájaro) hasta nuestros días.

Cuando Carlos cayó enfermo, en otras latitudes, nos preocupamos todos. Fue un chateo intenso, quizás un poco fugaz porque, al fin y al cabo, son más los que han caído y salido ilesos que los que no. Me atreví a escribirle para darle ánimo y para mi sorpresa me respondió, con la simpatía que lo caracterizaba, seguido de un abrazo virtual. Fue nuestro último contacto. Pocas horas después, ante su deterioro, pasaría a ser intubado para, transcurrido más de un mes, no volver a despertar jamás.

La mayoría del grupo (me gusta pensar que somos una banda de hermanos) llegamos este año a la sexta década de vida y no, Carlos no es el primero que se nos va, y sí, para nosotros cada uno de los que se han ido es irremplazable. Con el tiempo (enemigo implacable de todo lo que respira), iremos yéndonos uno a uno. Nada ni nadie se detiene; si no ocurrió con Roosevelt ni con Kennedy, ¿por qué tendría que hacerlo con nosotros? Seguimos trabajando, llorando, pero a veces también riendo; en fin, seguimos viviendo. Y es que la vida sigue y seguirá siempre a pesar del dolor de la pérdida.

Que todos nos vamos a morir es la verdad más absoluta, unos antes que otros, pero coño, cómo duele…


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