Dibujo a pluma del maestro Gilberto Aceves Navarro

 

De larga data preservo mi vocación incipiente por la literatura, y más tarde por la pintura, con la vertiente principal de mis encargos diplomáticos, pero procurando siempre mantener una equidistancia constante; aunque como sucede con las paralelas en el infinito, hay instantes en que parece que se mezclaran disciplinas tan diversas. Es el caso de este texto, y de un homenaje binario, personal y oficial, a una figura primordial de las artes mexicanas, el maestro, con mayúscula, Gilberto Aceves Navarro.

En semanas recientes comencé a abrigar el plan de que una galería virtual de pintura llevara el nombre de una de las figuras más admiradas y respetadas de la plástica mexicana. La pandemia del coronavirus nos ha impulsado a ingresar de lleno en el universo cibernético (deriva esta palabra del griego, y significaba el arte de manejar un navío); y en estos días, estará precisamente surcando, electrónicamente, una exposición que coincide en tiempo y forma con la intensión primera de su autor. Por ello, considero oportuno compartir mi azoro inicial por las coincidencias -pocas veces lo son- que unen deseos a realidades significativas que se materializan.

El maestro Gilberto Aceves Navarro, quien desapareció hace menos de un año, tras una labor creativa de las más altas en la historia de nuestra plástica, fue dueño de una vocación didáctica de rara generosidad: por sus aulas y talleres han pasado generaciones de las más brillantes manos de artista de nuestro país. Y al respecto, muchas veces me atreví a decirle que consideraba que había dedicado un tiempo precioso a la responsabilidad de su enseñanza, sacrificado espacio para la entrega a su propia obra. Pero dicho esto debo precisar, aunque me contradiga, que hasta sus últimos días no cesó de trabajar también en proyectos titánicos, como lo hacen solamente autores de su estirpe creativa.

A Juan Navarro, hijo del maestro Aceves Navarro, aprovecho para reconocer la prolongación de la amistad que tuve de manera privilegiada con su padre y su disposición de materializar una muestra sui géneris, a través de la fundación que preserva la dimensión creativa de quien no cesó de transitar por lenguajes de una modernidad extrema, respetando siempre el océano hondo de tradiciones múltiples de la pintura universal.

Nuestro pintor, en la exposición emblemática que hemos concebido en La Paz, Bolivia, parte de una iconografía clásica. Se detiene en una xilografía de Alberto Durero, y en una obra emblemática de la pintura virreinal (el San Cristóbal de 1772 de Nicolás Rodríguez Juárez), y concibe dibujos a lápiz y tinta sobre papel que luego traslada por medio de plotter a gigantescas imágenes -como lo era la corpulencia del propio “Portador de Cristo”- presentando en su momento una magna exposición en el convento de  San Agustín en Zacatecas. Estamos hablando de una serie de enormes pendones de más de tres por dos metros que se fijaron a la bóveda de ese antiguo y señorial templo provinciano. Pocas cosas tan festejadas en la tradición del arte pictórico que volver a guarecer imágenes en recintos similares donde se exhibió durante siglos la obra de los más grandes creadores, del Giotto a Miguel Ángel, o ya en la modernidad, de José Clemente Orozco, en nuestro caso. La busca de recintos propicios para insertar el “milagro” del arte, ha sido tarea ardua para quienes conciben proyectos del calibre de los de Miquel Barceló, por ejemplo, ya sea en la catedral de Mallorca o en la cúpula de la Sala XX de los Derechos Humanos y de la Alianza de Civilizaciones de la ONU en Ginebra.

Pues bien, cuando Juan Navarro me propuso que la colección exhibida ahora desde La Paz, Bolivia, fuera la que trasladó el maestro Aceves Navarro del papel a material plástico por medios electrónicos, supe que era como si su padre le hubiera soplado la idea, con ese dejo de ironía inteligente que siempre le celebramos. El talante del maestro era el de un hombre de agudeza intelectual donde la ironía campeaba con un trato aparentemente en extremo riguroso, pero que terminaba por revelar un calor humano suave y aleccionador. Una anécdota: Maestro —le dije— la universidad me publicará un cuaderno de poemas y quisiera pedirle que me lo ilustrara. La respuesta fue que él ya no hacía dibujos para libros. Agradecí y lamenté la respuesta, claro. Días después recibí una llamada suya: Invítame a cenar a tu casa con José Luis Cruz -el afamado dramaturgo-. Sí, con gusto, asentí. Esa noche memorable el maestro, sin mayores prolegómenos, entre vinos tintos y quesos me pidió que leyera algunos poemas. Mientras lo hacía sacó un cuaderno y un bolígrafo. A los pocos momentos fueron naciendo los bellos bocetos que acabaron impresos en mi volumen de la Metropolitana.

Pero vuelvo a la exposición de las glosas que establecen el recurso informático que une tradición y actualidad. Me explico. San Cristóbal está considerado el santo patrón de los viajeros. De tal modo que la figura del gigante cananeo, invocado además, en tiempos pretéritos contra la peste bubónica, se traslada a sí mismo y a la obra del maestro desde el valle del Anáhuac hasta los Andes, -en medio a otra pandemia criminal-. Y nos da una lección de ubicuidad digital en servicio de las artes.

Esta exposición memorable, inspirada en iconografía célebre del varón sagrado que formó parte de los catorce santos auxiliadores de la Madre de Dios, representa bien al espíritu innovador del maestro Aceves Navarro, y sintetiza magistralmente en dibujos trashumantes el eterno ideal del viaje, ahora aún más en clave poética, mostrando a un ícono sagrado que se traslada a lomos de Internet. El bello catálogo de la muestra en Zacatecas, que se desdobló en otra exposición presentada en el Centro Cultural Indianilla en la Ciudad de México, y concluyó en un magno homenaje en el Palacio de Bellas Artes, contó con un brillante ensayo escrito por uno de los críticos mexicanos de arte más talentoso, Luis Ignacio Sainz, de quien reproduzco los párrafos finales de esa muestra que podría llamar de inconsútil por su materia itinerante, sin costura visible:

“Las glosas de Gilberto Aceves Navarro evidencian distintos aspectos de su vocación. La seguridad de aproximarse a tramas visuales de particular complejidad sin importar la pertinencia de los temas, demostrando que cualquier asunto o anécdota es digno de ser fatigado o revisitado, pues cumple entre otros aspectos la función del ejercicio poniendo a prueba sus capacidades. El compromiso con las propias técnicas, en tanto el dibujo trasciende el plan instrumental que otros artistas le atribuyen; en su caso siempre recurre a él por sus posibilidades expresivas, no se trata de bocetos, si no de obras en sí que devienen fin y destino del quehacer plástico. El reto de acometer personajes o situaciones tratados en la historia del arte por maestros consumados, demostrando así la utilidad de frecuentar las fuentes canónicas del iconismo occidental, a efecto de conocer, develar y practicar determinadas soluciones compositivas; amén de homenajear y entronizar sus gustos personales mediante la evidencia que manifiestan dichas variaciones.

Empero, estas señas de identidad como artista sirven para acentuar su singularidad, dado que trastoca los términos esenciales y básicos de los modos en que otros han predicado iconicidades semejantes o equivalentes. Actos pues de valentía y seguridad que fundan su condición de gran maestro, de pintor de pintores, dispuesto en todo momento a “jugarse su resto”, sin temor a las represalias o consecuencias. Justo en ello radica su grandeza: en no detenerse nunca pese a las dificultades del empeño o sus implicaciones; se arriesga convencido, como fray Juan de los Ángeles (1548-1609) en que “hay que perderse para encontrarse”.

El vínculo siguiente permite acceder a la galería virtual:

https://peopleartfactory.com/r/eooR3JkqemcVBRxnU7nY


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