El gigantesco acoso laboral implementado por el régimen de Nicolás Maduro se fundamenta en un propósito: ahuyentar a más venezolanos no solo de su trabajo sino del país.

¿Le conviene a los secuestradores del poder en Venezuela que más habitantes corran despavoridos como hemos visto estos últimos años? Desde luego. ¿Le conviene también espantar a los empleados públicos? También.

El régimen del terror ha centrado su política laboral este año en atormentar a los empleados públicos con la finalidad de aliviar la carga que resultan para las agotadas finanzas públicas. Quiere salir de ellos como sea, luego de muchos años de intentar llegar a emplear, como dependientes del Estado controlados bajo su ala «paternalista», a todos cuantos podía alcanzar. Sabe que cualquier ajuste de salario mínimo se convierte en un gasto que no quiere ni puede ya ejecutar. Atrás, muy atrás quedó la Venezuela petrolera, desde la llegada de la bonita revolución destructiva. La mella de las sanciones no es cuento y requiere seguir pagando, sosteniendo, a sus sostenes reales: la protección policial-militar que garantizaría su estabilidad tambaleante en el poder.

Se aprecian marchas diarias y reclamos. Las redes sociales se engrandecen colmadas de improperios y todas otras clases de descalificaciones. Los «ministros» hacen que se enfrascan en peleas bizantinas. En educación universitaria, por ejemplificar, corre el rumor de que Tibisay Lucena aborrece a Menéndez y viceversa. Mientras algunos de los figurines que antes se caían a codazos para lograr el reconocimiento de Juan Guaidó y la Asamblea 2015, se vanaglorian ahora grandemente porque al fin fueron recibidos y aceptados por Miraflores y el ahora bueno de Nicolás Maduro. Así, la Onapre se ha convertido en el verdugo seleccionado para la aplicación de las medidas, con lo cual el verdadero verdugo mayor luce incólume para la galería, se lava manos y pies. Anuncia la imposición de un aumento sin parar voluntad alguna a la Organización Internacional del Trabajo, los ingenuos se contentan mientras hacen cálculos inmediatos. Lanzan y ajustan tablas. Luego, el mazazo. En algunas dependencias del Estado pagaron un monto y bajaron el sueldo la siguiente quincena. Así ocurrió en la Universidad Simón Bolívar. Despido indirecto. La tísica alegría se revirtió en profundo, más profundo, malestar, en enervante arrechera colectiva.

El desprecio por el trabajador nada nuevo es. Se remoza oculto entre la emergencia humanitaria compleja, provocada por el régimen del terror, no lo olvidemos nunca, y ahora con las culpables sanciones, culpables de todos nuestros males en el discurso de los secuestradores.

Les conviene salir de los empleados públicos como medida de ahorro para gastar en lo que les preserva la silla del centro de Caracas. Les conviene además que nos vayamos; eso suma al negocio de los grupos al margen de la ley, alentados desde el mandato rojo, esos que se nutren económicamente del tráfico humano. Les conviene producir más y más pasaportes de los más caros del mundo y aliviar la carga de dádivas con comida y posibles atenciones médicas y de servicios en general, que no darán. Se han convertido, como régimen tiránico, en chulos directos e indirectos de los países recipiendarios de nuestra calamidad. Los empleados públicos arrastran sus penas por las calles, con carteles señaladores de los organismos a los que les han hecho sentir que son los culpables, como descarga de la presión. La verdad es que el gran verdugo traza su política destructiva de empleos y empleados, sin escrúpulos. Sojuzga a los trabajadores, porque ya no les son útiles. No los echa de un plumazo, porque se le revierte más la situación. Dice, silente: vayan a buscar empleos en otros países, háganse carga allá y envíen remesas.

El acoso laboral tiene sentido: descargar el gasto público insostenible, con el menor costo político. Pero ese costo lo tendrán, irrefrenable, cargarán con el insoslayablemente.


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