Una vez, en la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de Los Baños, Cuba, creo que, a finales de los años 1980, le escuché decir a Gabriel García Márquez que el momento de felicidad colectiva más grande que él había presenciado fue el 23 de enero de 1958. En Caracas. Cuando los demócratas venezolanos lograron poner fin a la dictadura presidida por el general Marcos Evangelista Pérez Jiménez.

Años después, gracias a una publicación de la Fundación Gabo, un libro titulad Gabo periodista, me encontré con tres crónicas que el entonces joven reportero, oriundo de la costa colombiana, había escrito obviamente emocionado sobre aquel acontecimiento venezolano del que había sido testigo de excepción.

Una crónica se titulaba “Buenos días libertad”, otra “El pueblo en la calle”, ambas publicadas el 24 de enero de 1958. Y una tercera, hecha pública el 7 de febrero del mismo 58, bajo el título “El clero en la lucha”. Las tres incluidas en la revista Momento, donde el futuro premio Nobel trabajaba como modesto reportero.

Durante décadas el 23 de enero era una fecha gloriosa en nuestro país. Era, hay que decirlo, una fiesta nacional. Con la llegada del chavismo su peso se fue diluyendo y este año 2024 la fecha epopéyica, perdonen que hable en primera persona, la he recibido en territorio colombiano, donde vivo junto a unos dos millones y medio de venezolanos desterrados por la persecución o por las penurias que el gobierno chavista ha traído consigo. Por eso me he puesto a revisar, con el apoyo de queridos amigos colombianos, entre ellos Jaime Abello, director ejecutivo de la Fundación Gabo, los escritos del joven nacido en Aracataca que tuvo la suerte de ser cronista de aquella gesta libertaria.

Obviamente, el talento narrativo de aquel precoz escritor costeño ya estaba constituido plenamente. Vuelvo a leer, ahora el 23 de enero de 2024, como si se tratara de un acto ritual, en un barrio del norte de Bogotá, las cinco primeras líneas de “Buenos días libertad” y confieso que me invade una especie de emoción adolescente. Como si el hecho hubiese ocurrido la noche de anoche.

García Márquez cuenta: “Estas líneas son escritas al amanecer de 23 de enero [de 1958]. No se oye un solo disparo en Caracas. El pueblo recupera la calle. Venezuela la libertad. La prueba más evidente de que algo ha ocurrido esta noche es que estas líneas pueden escribirse. Este es el primer editorial que escribe la revista Momento desde su fundación”.

Confieso que aún me emociona aquel testimonio conmovedor de la democracia naciente. Pero su autor, que apenas llegaba a los 30 años, y residía desde hace solo uno en Venezuela, no se deja llevar solo por la emoción y se toma la tarea de explicarle a los lectores el significado profundo de lo que está ocurriendo.

“Esta vez —escribe con precisión pedagógica— no se trata de un golpe de Estado. Se trata de una conspiración multitudinaria, en la cual, junto con un vasto sector de las fuerzas armadas, participaron los estudiantes, los trabajadores, los intelectuales, los profesionales, el clero, todas las fuerzas dinámicas de la nación: pueblo y ejército. De ahí la victoria”.

Pero donde verificamos que ya para entonces estábamos frente a un gran narrador, que es a la vez un sociólogo, un antropólogo y un historiador, es cuando comienza a describir —como lo hizo Vargas Llosa con Rafael Leónidas Trujillo en La Fiesta del Chivo—, la perturbada psiquiatría del frío y cruel dictador, el último gobernante militar del siglo XX antes de que Hugo Rafael Chávez Frías llegara al poder en 1999.

Seguramente aquel 24 de enero, García Márquez comenzó a indagar en la psiquiatría de los tiranos. Algo que años después lo llevaría escribir El otoño del patriarca. Ese día, aquel periodista apasionado debe haber pasado la noche escribiendo. Y hurgando en los más diversos detalles de lo que estaba en marcha. Olfateando incluso en lo que pasaba por el corazón del tirano. Aquel militar que había forjado el derrocamiento de Rómulo Gallegos y luego expulsado de Venezuela a sus mejores hombres, entre ellos al mismo Gallegos, Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba. El mismo que había ordenado los asesinatos de Leonardo Ruiz Pineda y hecho presos a miles de activistas políticos más.

Entonces fue cuando escribió, supongo que en una pequeña máquina de escribir este texto inolvidable: “La última noche del general Marcos Pérez Jiménez en el Palacio de Miraflores se inició con una tranquila velada doméstica. Mientras en la urbanización 2 de Diciembre, a dos pasos de allí, la policía dispara contra los civiles armados de botellas y piedras, el dictador consideraba ganadas dos partidas, la que llevaba ganada hace 30 horas contra el pueblo en la calle y la de dominó que le ganaba al gobernador Guillermo Pacanins”.

Cconocí a Pérez Jiménez ya anciano en su casa de la aristocrática urbanización La Moraleja, en Madrid. Parecía un abuelito bondadoso. Lo entrevisté. Me dijo que nunca asesinó a nadie. Ni siquiera a Leonardo Ruiz Pineda, mucho menos a los oficiales Droz Blanco y Wilfrido Omaña.

Dijo que la noche cuando salió huyendo en la Vaca Sagrada, el avión presidencial, en horas de la madrugada, camino de Ciudad Trujillo, no era por cobarde, sino para evitar un baño de sangre. Sostuvo que el mito de la corrupción de su gobierno era un invento de los adecos. Sentenció, con serenidad absoluta que la tragedia de Venezuela eran los civiles y afirmó que Rómulo Gallegos no era un hombre de disciplina porque se lo pasaba conversando de “cosas que no existen: de novelas”. Por eso tuvieron que derrocarlo. Al final agregó que menos mal que por ahí venía un muchacho –un teniente coronel– llamado Hugo Rafael Chávez que iba a regresar a Venezuela al orden militar y acabar con el “bochinche” que habían traído los políticos civiles.

Por suerte para todos, García Márquez registró aquellos días felices que lamentablemente perdimos con Hugo Chávez y sus acólitos que nos retrocedieron a la era del autoritarismo militar. Pero las frases de García Márquez quedarán para siempre en nuestros corazones: “El pueblo recupera la calle. Venezuela la libertad”.

Esa es la asignatura pendiente en el país 66 años después. Ojalá y podamos presenciar el avión donde el tirano Nicolás Maduro huirá en la madrugada por el cielo de Caracas camino de La Habana.

Si logro ser testigo de este derrocamiento indispensable para nuestra patria y nuestro regreso a la vida civilizada, escribiré un texto alegre, desmesuradamente feliz, como homenaje al gran Gabo, quien junto a otros dos colombianos también en la revista Momento –el periodista Plinio Apuleyo Mendoza y el fotógrafo Leo Matiz– que cubrieron juntos nuestro 23 de enero. Claro, lo sé, sin su talento.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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