El pasado diciembre papa Bergoglio dice a los dicasterios de la Curia Romana que el cambio a realizar en la Iglesia “se funda principalmente en la fidelidad al depositum fidei”. Y apoyándose en el pensamiento del cardenal J. H. Newman (1801-1890), a quien canoniza, afirma que “aquí sobre la tierra vivir es cambiar”.

Papa Ratzinger, antes, hacia 2012 cuando convoca el Año de la Fe, recuerda que “en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y los valores inspirados por ella…”, pero atribuye la inflexión en curso no a un cambio en las certidumbres de la civilización judeocristiana, que han de permanecer, sino a “una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”.

Así, lejos de arredrarse entiende la cuestión como un desafío que interpela durante el siglo que corre, a saber, “promover una renovada evangelización” y replicar el discurso de los universales, que jamás ceden ante los relativismos o parcialidades culturales –eso se desprende de su pensamiento– a pesar del rugir de la tormenta y las tempestades.

Francisco opta por recomendarle a los jóvenes argentinos, el año siguiente, que ¡hagan lío! Y tanto lo hacen que la última escala de las revueltas juveniles latinoamericanas alcanza a Santiago de Chile, a la destrucción de su Metro y las iglesias.

Giulio Canella (Il nominalismo e Guglielmo d’Occam, Firenze, 1907) hubiese preferido señalar que estamos ante un problema secular y milenario del conocimiento más que ante algo inédito, salvo por sus actuales manifestaciones inéditas como la virtualidad de lo digital y la acusada pérdida coyuntural de las certezas en el mundo.

Constatamos, sí, la igual impotencia sea de la “madre” naturaleza como de la ciencia para rescatar al hombre de su fragilidad, de su finitud inmodificable, imponiéndose como regla para la supervivencia el paradojal “distanciamiento social”. La vuelta a las cavernas se hace enseñanza mientras siguen funcionando las autopistas digitales para sostener al mundo, en las nubes, sin gentes aglomeradas.

El asunto es que Francisco estima a todas estas de necesario y como corrección hacia el porvenir un retorno, el restablecimiento de la relación entre el hombre y la naturaleza, el regreso desde un humanismo abstracto hacia otro concreto. Anhela reescribir la historia recorrida pasados 500 años desde el descubrimiento de América, y hasta pide perdón por la conquista. No lo hacen, obviamente, ninguno de los responsables de los genocidios del siglo XX y los que aún se ejecutan en pleno siglo XXI.

El neomarxismo en boga, entre tanto, usa y explota la liquidez digital para expandirse y nos recuerda que el mismo trabajo es “ante todo, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en el que el hombre mediatiza, regula y controla su cambio de materia con la naturaleza mediante su propia acción” (Vid. a Marx en La cuestión judía, apud. J. C. García Ramírez, “La razón ética en Karl Marx a 200 años de su natalicio: lectura para el Buen Vivir”, 2017).

Canella estima desde otra vertiente que, si para los antiguos la realidad exterior es el punto de partida y las facultades nuestras del espíritu el objeto último de aquella, durante la modernidad la base de todo está en el pensamiento y en la razón. El mundo exterior y de lo sensible con todas sus contingencias es su objeto.

Cabe preguntarse, entonces, si lo planteado luego de la pandemia es el retorno a los orígenes como hipótesis, y asimismo reflexionar si realmente es esta la tesis que comparte Francisco.

Como Papa digital que se declara ante la Curia asume los riesgos del ecosistema sin fronteras. “Levantar muros no es cristiano”, arguye en febrero de 2016, a lo que responde mordaz la Casa Blanca que “el Vaticano tiene el muro más grande de todos”.

El mundo sin solideces, ese que observamos y se expresa en las experiencias instantáneas y el narcisismo digital, negado a la estabilidad de los espacios y al ritmo de los tiempos, ha sido propicio para una ciudadanía de descarte e inmediatez y de suyo, incluso, para una religiosidad o moralidad al gusto, al detal.

Relativizadas las solideces y aceptada la liquidez de la cultura global emergente, la cabeza de Roma aclara que “estamos en la perspectiva del cambio de época, en cuanto amplias franjas de la humanidad están inmersas en él de manera ordinaria y continua”. “Ya no se trata solamente de usar instrumentos de comunicación, sino de vivir una cultura ampliamente digitalizada que afecta de modo muy profundo la noción de tiempo y de espacio, la percepción de uno mismo, de los demás y del mundo, el modo de comunicar, de aprender, de informarse, de entrar en relación con los demás”, observa.

Sea lo que fuere, el miedo se hace verdad y ahora se mineraliza el sentido precario de la vida y a propósito de la enfermedad que a todos nos recluye, nos refocila y devuelve desde el plano de los “hombres superiores” sin espacios ni tiempos limítrofes hacia el otro extremo del hilo que corre sobre un abismo, el del hombre animal y racional que sobrevive en la circunstancia. Se trata de ese que medra encerrado en su madriguera y es presa del tiempo que otra vez se le hace ritmo vital, pues lo esencial, lo universal, es sobrevivir, ganarle espacios y tiempo a la muerte.

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