En un video que ha circulado en días recientes, el periodista chileno Luis Silva (FNM Televisión) ponía su atención en este hecho: en el acto de calle que tuvo lugar en la Plaza de la Constitución de Santiago de Chile, tras la juramentación de Gabriel Boric como presidente, entre las banderas que varios miles de asistentes ondeaban solo había unas pocas de la nación chilena y un número muy grande, abrumador, de las que identifican a colectivos feministas, grupos LGTBI, etnias mapuches, del Partido Comunista y otras. Quiero añadir aquí, que en otros informes publicados sobre los intereses de la base política de Boric, he leído que hay una corriente de opinión que no es minoritaria, que justifica la invasión de Rusia a Ucrania. Resulta que el militarismo feroz de Putin tiene quien lo celebre entre los grupos que llevaron a Boric al poder.

¿Qué lectura puede hacerse de este hecho? Que el electorado más comprometido con el nuevo presidente de Chile está constituido, de forma predominante, por grupos que tienen en lo identitario el centro de lo que podríamos llamar sus aspiraciones y su visión política. Las imágenes de ese acto constituyen una categórica advertencia, no solo para el futuro inmediato de la viabilidad democrática en la sociedad chilena, sino para toda América Latina: el de Gabriel Boric, juramentado el viernes 11 de marzo, puede entenderse como el primer gobierno ―el primer triunfo― de las fuerzas políticas identitarias en América Latina. ¿Existe el riesgo de que este fenómeno comience a extenderse por la región?

Como es obvio, una de las interrogantes que surgen de todo lo anterior remite a la sostenibilidad del nuevo gobierno de Chile. Boric llega bajo el impulso de muy altas expectativas: de que generará soluciones, simbólicas y reales, que complazcan a todos estos grupos. Que responderá positivamente a sus peticiones. Que establecerá un nuevo ordenamiento político-social que lo haga posible. En su discurso en la Plaza Constitución ya habló de redistribuir la riqueza. No explicó cómo se propone hacerlo. ¿Acaso con el método de Chávez que consistía en expropiar las empresas, desfalcarlas, conducirlas a la ruina total, cerrarlas y empujar a sus trabajadores al desempleo y el empobrecimiento? ¿Con tasas impositivas extremas? ¿Obligando a las empresas a unos aumentos de salarios que no sean compatibles con los márgenes de rentabilidad? ¿Exigiendo a todas las organizaciones, públicas y privadas, un sistema de cuotas en las nóminas, incluyendo las del sector educativo, a saber, porcentajes de mapuches, porcentajes de comunistas, porcentajes de propagandistas de Putin, porcentajes de miembros de los grupos LGTBI, y así, hasta provocar el colapso operativo y la ruina, esta vez como producto de la destrucción del profesionalismo y la meritocracia?

Sobre la viabilidad de las políticas identitarias basta un ejemplo: ¿Cómo resolverán Boric y sus estrategas la convivencia en el gobierno, entre el Partido Comunista ―seguidor de los lineamientos del Kremlin, entre los cuales destacan sus programas de persecución y encarcelamiento de homosexuales y miembros de los grupos LGTBI―y los grupos de esas comunidades que forman y formarán parte del nuevo poder en Chile?

A la pregunta de, ¿qué tienen en común estos grupos o movimientos ―y no me refiero exclusivamente a los que conforman la plataforma Boric, sino en términos más amplios―, qué los une? En principio, señalaré solo tres aspectos, en mi criterio, los más resaltantes.

Uno: Comparten una mentalidad que privilegia el victimismo. Evitan asumir las exigencias de la responsabilidad y se refugian en las demandas de sus respectivos colectivos o asociaciones. La víctima se ha convertido en la nueva figura que justifica la violencia social y las revoluciones.

Dos: Ese victimismo se constituye en el piso de un pensamiento separatista, excluyente y negador de los demás. En cada afirmación o reafirmación de una identidad está, de forma implícita o explícita, la negación de otras identidades. Esa es, aunque los agentes de lo identitario no digan una palabra al respecto, la verdad de fondo de la guerra que el islamismo radical mantiene ―bajo la forma del terrorismo― con Occidente: su rechazo a otras formas de vida, a otros modelos sociales, rechazo absoluto a la aspiración legítima de las mujeres a la igualdad, odio a las creencias religiosas distintas a la suya, y más, porque niegan cualquier expresión individual y social que se corresponda con el modelo totalitario que promueven.

Tres: En los enunciados de muchos de estos grupos, las demandas no se limitan a sus específicas reivindicaciones. Hay en ellos un profundo afán destructivo. Un resentimiento en contra del orden liberal, más específicamente, en contra de la institucionalidad democrática, a menudo disfrazado de rechazo al capitalismo salvaje o a entidades complejas o sinuosas (como la del llamado patriarcado), y que van en contra del que es el mayor logro político, social y moral de nuestra cultura, desde el Renacimiento a nuestro siglo XXI, que es el Ciudadano ―con mayúsculas―, al que se quiere aplastar o reducir, para someterlo al dictado de los rasgos identitarios más obvios, en detrimento de la que debe ser la más alta consigna de la convivencia entre los diferentes: la fraternidad, el acuerdo entre ciudadanos y ciudadanías por encima del negacionismo y la discriminación que promueven tribus y colectivos.


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