En la Antigüedad y en la Edad Media un hombre podía pasar toda su existencia sin apreciar un solo cambio significativo en su forma de vida. Para esa persona el mundo era una realidad inmutable y podía creer firmemente en la existencia de un orden social eterno y permanente. No sentía temor del futuro porque éste sería igual al presente y al pasado, como lo fueron también para sus padres y abuelos. Pero quienes nacieron hacia fines del siglo XIX y prolongaron sus vidas en el siglo XX, como nuestros padres o abuelos, vivieron dos mundos totalmente diferentes. En su infancia y juventud no había luz eléctrica, el automóvil, el avión, la televisión, la computadora y miles de otras cosas más que hoy nos pareen indispensables no existían. Pero los que vivieron lo suficiente pudieron disfrutar de todas ellas es su madurez y en su vejez. Algo parecido puede ocurrir ahora con los nacidos en las décadas finales del siglo XX que se están adentrando en el siglo XXI. Un nuevo mundo de la informática, las comunicaciones, las redes sociales y el trabajo online se está abriendo ante ellos.

El proceso de transformación del mundo moderno generado por la Revolución Industrial iniciada a finales del siglo XVIII no fue fácil ni pacífico. Una larga sucesión de luchas obreras, las opresiones de ideologías totalitarias como el fascismo, el nazismo y el comunismo, dos cruentas guerras mundiales derivadas de conflictos económicos, políticos y sociales de las grandes potencias, dos revoluciones con proyecciones continentales y mundiales (la rusa y la china) en búsqueda de una supuesta justicia social y centenares de conflictos armados de menor grado regados por todo el mundo en la mal llamada Guerra Fría, producto del equilibrio del terror impuesto por la posesión de armas nucleares que aseguraban el mutuo aniquilamiento, ocuparon la mayor parte del siglo XX.

Todos esos acontecimientos produjeron más muertes y destrucción que la suma de todas las guerras, pestes y calamidades naturales del pasado. Un solo ejemplo para reforzar lo dicho: según datos de organizaciones humanitarias como Intermón, Manos Unidas y Médicos sin Frontera, finalizamos el siglo XX con más de cien millones de minas antipersonas sembradas por el mundo en los que fueron escenarios de las llamadas guerras limitadas instigadas y financiadas, cuando no ejecutadas directamente, por las grandes potencias. Corea, Vietnam, Afganistán, Angola, Mozambique, Bosnia-Herzegovina, Nicaragua, el Salvador, etc., fueron campos de muerte en el siglo XX.

Los cambios que está generando la transición de la economía basada en las fábricas tradicionales a la economía basada en las computadoras son, como lo sostiene el historiador norteamericano Arthur Schlesinger, más traumáticos que los producidos por la transición del campo a la ciudad. La Revolución Industrial, que volcó las poblaciones rurales del pasado a las ciudades, se extendió a lo largo de varias generaciones y permitió, con los grandes desgarrones señalados, el ajuste humano e institucional, pero la revolución informática es mucho más rápida, concentrada y drástica en su impacto social y humano. La Revolución Industrial creó, pese a todo, más fuentes de trabajo que las que destruyó, la revolución informática en cambio apunta a eliminar más puestos de trabajo que los que genera.

Hemos entrado al siglo XXI en medio de un proceso complejo y confuso de expansiones empresariales ilimitadas, de flujos invisibles de capital, de robotización industrial, de redes y autopistas de información y de transformaciones importantes en la estructura del Estado nacional. La globalización total pareciera ser la meta, pero una de sus consecuencias no previstas pudiera ser la destrucción del Estado nación. Las computadoras borran las fronteras, burlan los sistemas legales y tributarios, alteran los planes económicos de los países en desarrollo, debilitan las normas laborales, amplían las disparidades de riqueza dentro y entre las naciones, creando una economía mundial globalizada sin controles por parte de los países recipiendarios de su acción.

Se trata de una transformación a fondo de las variables económicas, políticas y sociales que se desarrollaron con la Revolución Industrial. Muchos consideran que ese cambio será positivo para la humanidad, pero otros, basados en datos que ya se conocen, no lo creen así. No sabemos con certeza si esa nueva revolución que ya se inició pero que se manifestará plenamente en el siglo XXI, será más fácil o más difícil de implantar que la que ya finaliza. De allí el temor que muchos sentimos por el futuro, no tanto por nosotros mismos, sino por nuestros descendientes.

 


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