Voté en la mañana del domingo y me dirigí al sitio indicado: una oculta plaza en el corazón de Los Chorros y encontré que el lugar de la votación había sido cambiado a los altos de la urbanización donde vivo y hasta allí me trasladé pensando que la sustitución podía ser una manera «persuasiva» o de boicot a las Primarias por arteras diligencias del régimen que aterroriza a los barrios asegurándoles, «democráticamente» que si votaban perdían bonos, alimentos y otras míseras prebendas. Una mujer me dijo que no iba a votar porque se trataba de elecciones primarias, pero en las presidenciales iría vestida de rojo y votaría contra el gobierno que la acosaba y le hacía pasar hambre y afirmó, al borde de la cólera, «¡créame, hay muchas como yo!».

Encontré un verdadero tumulto en el lugar de la votación. Autos estacionados desde mucho antes de llegara al punto indicado; otros, detenidos y sin poder avanzar porque la masa humana ocupaba la calle y vi gente con paciencia tenaz haciendo largas colas en las aceras. Jamás había presenciado euforia colectiva de tanta magnitud. Y se escuchaban gritos, toques de corneta, una barahúnda descomunal y desconcertada y la palabra «!candidata!» presente en  la gritería.

Mi hijo Rházil tenía luego que votar en la plaza de Los Palos Grandes pero decidió llevarme primero a cumplir con mi obligación. Al ver que no podía avanzar me preguntó si era capaz de bajar del automóvil y buscar la mesa de votación mientras él trataba de encontrar cómo salir de aquel hervidero cívico.

Lo hice y en lugar de hacer erupción, el volcán electoral me absorbió y una especie de tsunami que me arrastró con violencia porque en ese preciso momento hacía aparición la candidata, es decir, Mil novecientos en números romanos, la gloriosa e intocable María, la mujer venezolana más firme y constante que me ha tocado conocer y respetar. Y la masa humana adquirió el volumen y poder de un oleaje descomunal que me arrastró y el bastón me sirvió de apoyo porque casi me caigo  a riesgo seguro de ser pisoteado y convertido en protagonista de todos los medios de comunicación que sobreviven a la crueldad del régimen militar para protestar por mi muerte y culpar al odioso régimen bolivariano. Para evitar la caída me sostuve en el brazo de un tipo corpulento que se encontraba a mi lado, pero de inmediato advertí que no se trataba del brazo de Hércules sino de las tetas inverosímiles de una mujer muy corpulenta y encima de tan atroz situación alcancé a pensar (¡el pensamiento es más veloz que la luz!) que era mejor morir ahogado en tetas tan monumentales que pisoteado por los fervorosos seguidores de la triunfante candidata.

Los milagros suceden. Me refiero a la mano de una mujer atractiva, amable y de edad difícil de calcular que apareció de pronto y me sostuvo, me libró de aquellas mamas imponderables y me dijo algo así como: «¡Yo  lo ayudo, yo a usted lo leo y admiro!». Me sobrepuse, vi que María seguía rodeada y arrastrada por la violencia de su gloria que puso al borde del precipicio a la mía propia, y dócilmente me dejé llevar por el Milagro que en voz alta y clara decía: ¡Dejen pasar a Rodolfo Izaguirre, gran venezolano e intelectual de mérito!, y la gente en la reventada acera se apartaba respetuosamente como si se tratara de Uslar Pietri y yo pasaba aturdido por la gritería de la multitud y tambaleante, apoyado en mi inútil bastón rumbo a la mesa cinco, instalada en medio de la atestada calle, para votar diciendo en voz apagada a mi salvadora: «¡No exagere! No exagere!».

Luego supe que minutos más tarde Mil novecientos votó en esa misma mesa atendida por mujeres amables y risueñas, pese al cansancio de permanecer horas atendiendo nuestra obligación ciudadana y soportando la estrepitosa  algarabía reinante en aquel lugar que recibió a María como nuestra heroína y a mí como un nuevo e inventado intelectual. ¡En su mayoría, eran mujeres las que atendían en las Mesas de votación! Otra evidencia de la alta nobleza que mostraba esa insólita jornada de civismo. No sé cómo agradecer a la noble salvadora que con sus prodigiosas mamas evitó una peligrosa caída y a la atractiva amiga que hizo el milagro de que yo votara en solo cinco minutos de desquiciado frenesí electoral. No sé cómo agradecer a la noble salvadora que con sus prodigiosas mamas evitó una peligrosa caída y a la atractiva amiga que hizo el milagro de que yo votara en solo cinco  minutos de desquiciado frenesí electoral. Tampoco sé qué trampa, ardid o mezquina manipulación hará el régimen para descalificar los resultados electorales, pero siento, tengo la certeza de que esta vez ha perdido calle; que está asustado porque lo toca el pálpito de estar llegando al final y son pocos sus seguidores.

¡María, quiero decir, la nueva mujer venezolana los tiene acorralados!


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