The Last Dance consagra audiovisualmente la carrera de Michael Jordan, en la serie documental más lograda e inspiradora de la cuarentena.

Cuatro organizaciones la hicieron posible: ESPN, Netflix, la NBA y la gerencia de Chicago Bulls, adelantando su estreno por las circunstancias del confinamiento.

En la superficie, el guion narra el ascenso de un equipo mediocre de la liga de las estrellas del baloncesto, durante la épica dinastía de los noventa, cuando guiados por el llamado “Black Jesus” conquistaron seis anillos de campeones, erigiéndose en el dream team de la expansión corporativa del deporte de conjunto.

El libreto indaga en los orígenes de un verdadero mesías de la cultura afroamericana, cuya llegada al mundo cambia la concepción de una disciplina atlética, como antes lo consiguieron figuras de la talla de Babe Ruth, Muhammad Ali, Pelé y Kareem Abdul-Jabbar.

Michael Jordan cumple con los patrones definidos por Malcolm Gladwell en el libro Fueras de serie, al nacer en el seno de una familia de clase media baja, beneficiada por un contexto favorable de instituciones fuertes.

Así, un chico con unas condiciones físicas extraordinarias puede evolucionar y madurar en un ambiente sano, al resguardo de mentores, promotores y corporaciones solventes.

El éxito de MJ no es fruto solo de la técnica y la ciencia. Tampoco de la intervención de un Estado protector y autoritario, como el caso de los gimnastas surgidos a la sombra de los controles y dopajes del sistema comunista.

The Last Dance permite comprender la influencia positiva del capitalismo liberal en el desarrollo de un superhombre excepcional, a la altura de una industria rentable de alcance global.

El chico de Carolina del Norte sueña en grande, como en una película de Hollywood, y obtiene el ansiado reconocimiento del planeta, gracias al esfuerzo individual y a la presencia de un medio profesional estable.

El protagonista se aleja de las drogas, evita los caminos rápidos de la corrupción, respeta a sus mayores, refrenda el valor de la libre competencia y asume un liderazgo efectivo al conducir una racha victoriosa de títulos en cuestión de una década.

Todo un récord asombroso explicado por los propios héroes de la gesta en planos frontales y laterales.

Disiento de la postura crítica de mis colegas argentinos, quienes condenan y menosprecian el acabado plástico de la producción, por considerarlo un estereotipo del lenguaje televisivo.

Ciertamente la estética tradicional y expositiva de la entrevista domina los códigos de la puesta en escena.

Sin embargo, el enfoque del director revela una planificación imperceptible e invisible, dentro de un diseño minimalista de la imagen acorde con el mensaje subliminal de la pieza.

Palpo la inspiración de genios detrás de cámara, en el armado de la no ficción, como Errol Morris y Alex Gibney.

Aparte, la duración recupera la esencia de las obras parlantes de Claude Lanzmann, a través de diálogos interactivos entre los personajes y los creadores del dispositivo de comunicación.

El aporte central radica en emplear, de forma creativa, los aparatos de nueva generación, como las tabletas y el storytelling de las redes sociales, para potenciar el relato íntimo de una hazaña única.

Como en la Odisea, el intérprete principal emprende un viaje, con sus escuderos, de ida y vuelta a casa, tras tocar la cima del cielo.

En el camino supera innumerables dificultades, adversidades, trampas del destino, coyunturas y crisis, cediendo a las tentaciones del vicio.

Pero las resistencias y caídas naturales avivan el conflicto del drama, estimulando la ruta ganadora de los toros emancipados.

Phill Jackson es obligado a retirarse, por las necesidades de reestructuración del club. El futuro de los suyos parece incierto. Se percibe un conato de enfrentamiento con los dueños del emporio. Hay un villano a la vista, Jerry Krause, el administrador de las fichas y los contratos.

Aun así, la justicia real se impone al instante de repartir las responsabilidades por el fin de la dinastía de Michael Jordan.

En vez de agotarse en un ejercicio binario de recriminación, los jugadores resuelven despedirse en su ley.

El coach los invita a incorporar con él una historia de tintes musicales y westerns, con el nombre profético de “El último baile”.

Suena la música electrónica de Alan Parsons Project.

Pippen y Rodman miran al frente con dignidad y orgullo. Lucen como los veteranos de una diligencia de John Ford y Clint Eastwood.

Michael Jordan los recuerda desde su casa, como nosotros los rememoramos en el confinamiento, a falta de Directv.

El famoso JR Petare se pregunta si no hay chance de sacar la versión con Víctor David Díaz en la época de Panteras de Miranda.

Como documentalista sería feliz de realizar un Last Dance con nuestras glorias de Portland. El formato se presta para imaginar y crecer ante los retos de la nueva normalidad.

Necesitamos de recursos a la mano, archivos, testimonios, una edición emotiva, una música electrizante, unos semidioses a los que admirar en una mitología aspiracional.

De tal modo se confeccionó When We Were Kings, el legendario documental sobre la batalla de Cassius Clay contra George Foreman en el infierno de Zaire.

The Last Dance se elaboró con herramientas sofisticadas, aunque no menos democratizadas.

Por supuesto, el sello de distinción reside en el momentum, en el acceso a una biografía maravillosa y hermética.

Mérito de la serie: abrir las puertas de la caja de Pandora, del castillo del rey de la sonrisa, el puro, las frases lapidarias y los cierres letales.

Si comenzar es un arte, concluir arriba, mantenerse en la cresta de la ola por una vida, supone un secreto atesorado por unos pocos.

Michael Jordan brinda la ocasión de revisar y repasar sus jugadas maestras. Otro asunto es calzar sus botas de Air Jordan. Cualquiera las compra por Amazon. Nadie emulará su genio en la cancha.

Disfrutamos, entonces, de un happy ending.

A diferencia de Thanos en Endgame, Jordan retorna al hogar con la certeza de redimir a la especie humana.

Ha unificado nuestra memoria en una de las empresas cinematográficas de 2020.


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