El proceso electoral se inicia continuando las arbitrariedades ilegalidades, presiones y amenazas de parte del régimen que desnaturalizan su carácter justo y participativo, con una serie de irregularidades que ponen en riesgo total la expresión de la voluntad popular y la legitimidad del desarrollo de las elecciones presidenciales y sus resultados.

Se trata de derechos y obligaciones claramente asumidas y atribuidas a los ciudadanos y al Estado, que se ha convenido en respetar los derechos de postularse a cargos públicos y a elegir a sus candidatos de manera libre y sin coacción. Se ha reiterado el compromiso de permitir unas elecciones libres y justas, es decir, en llevar a cabo un proceso cuyos resultados reflejen la voluntad real y auténtica que como sabemos, junto al respeto de los derechos humanos, es un elemento fundamental de la democracia participativa, expresión de la soberanía popular.

A pesar de las obligaciones derivadas de la Constitución y demás leyes de la República y de los distintos textos e instrumentos internacionales, el régimen sigue de manera impune obstaculizando el proceso, imponiendo todas las trabas para impedir un desarrollo transparente, justo, inclusivo y auténticamente democrático. Una serie de irregularidades que en su conjunto y por su sistematicidad, es decir, por inscribirse en una política de Estado, constituye un fraude general y continuado en perjuicio de la voluntad de los ciudadanos, un fraude que además, vale precisar, se ha venido consumando desde 2018 cuando arrebató la elección de entonces, lo que trajo como consecuencia la reacción de la comunidad internacional representada por más de 60 países que desconocieron al “gobierno” que había surgido de esa estafa, con las consecuencias que todos conocemos, pero que parecen importar poco al régimen que sigue lanzado en su propósito de consolidarse en el poder “a toda costa” y continuar en ese engaño por las buenas o por las malas, para concluir el mandado de destruir al país y dominarlo sobre sus ruinas.

El fraude al que nos referimos, centrado en este proceso diseñado y aplicado por el régimen durante años, no se relaciona por consiguiente exclusiva y limitadamente a los distintos hechos o “irregularidades” que se realizan el día de la elección, como por ejemplo, el cierre de los centros electorales antes de tiempo, los amedrentamientos y amenazas y el terror que imponen los colectivos en las puertas de dichos centros, el conteo manipulado de los votos y su arbitrario anular, en fin, todos los actos que se puede hacer el mismo día de la elección del 28 de julio próximo.

El fraude abarca, visto más ampliamente, todos los actos anteriores que desde ya podemos apreciar: constitución de poderes públicos alejados de la debida independencia e imparcialidad, como es el caso del Consejo Nacional Electoral, del Tribunal Supremo de Justicia, de la Fiscalía y la Contraloría de la República, órganos sin duda sometidos al Ejecutivo y al partido oficialista; convocatoria arbitraria y perversa de la elección presidencial; imposición de “inhabilitaciones” políticas; obstáculos a la inscripción electoral y a la actualización del Registro Electoral permanente; persecución y desaparición forzada de dirigentes políticos y sindicales y de defensores de derechos humanos para sembrar el terror y lograr el dominio sobre la ciudadanía; desconocimiento y secuestro de partidos democráticos; uso indebido de los medios públicos y cierre de medios privados y, entre otros, ataques a la libertad de reunión y de información y del libre tránsito. Todo ello simplemente significa fraude, un fraude integral y continuado que intenta llevar al país a un resultado electoral contrario a la voluntad popular, lo que significa, en pocas palabras, en perjuicio de una elección libre y justa, una violación clara del sistema democrático y de la convivencia política.

Ahora bien, una elección en estas condiciones, favoreciendo al régimen y desconociendo la voluntad popular, no puede ser aceptada como legítima y por lo tanto sus resultados tendrían que ser necesariamente cuestionados. Los venezolanos queremos un proceso justo que nos permita determinar nuestro propio destino, sin imposiciones de ningún tipo y de allí la importancia de que la comunidad internacional, las organizaciones internacionales y los gobiernos democráticos y la sociedad civil velen por el desarrollo justo del proceso y reclamen los correctivos necesarios para hacer posible un proceso ajustado a las normas que garantice legitimidad y su reconocimiento.

La comunidad internacional tiene la responsabilidad de velar por el proceso venezolano, sin que ello signifique injerencia externa. La elección en Venezuela ciertamente interesa primordialmente a los venezolanos, pero su impacto no deja de ser relevante para la paz y la seguridad regionales y para el fortalecimiento de la democracia, disminuida por las actuaciones adversas de un grupo político que amenaza con imponer formas nefastas de gobierno y reglas o antivalores políticos contrarios a los que han caracterizado el ejercicio de la libertad en nuestra región.


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