Yorgos Lanthimos y el guionista Tony McNamara, convierten el libro Poor Things, de Alasdair Gray de 1992, en la película más subversiva, singular y potente del año. Una obra maestra destinada a reconstruir el concepto de lo monstruoso, lo bello y lo extraño en medio de una cruel sátira sobre lo femenino. 

Durante el reinado de Victoria de Inglaterra, las preocupaciones acerca de la moral, lo femenino y el poder del cuerpo eran complejas. Tanto como para preocupar a médicos en lo que se concebía como una “vigilancia ética” del comportamiento de mujeres y hombres. La novela Poor Things de Alasdair Gray satiriza la idea, pero también la lleva al nivel del debate filosófico. Uno que abarca desde el derecho reproductivo, a la vida y la forma como se conciben los espacios carnales, hasta la pregunta insistente acerca de lo que, en realidad, es la existencia.

Todo eso está condensado en la nueva película de Yorgos Lanthimos, que vuelve a su provechosa colaboración con el guionista Tony McNamara, para crear una película subversiva, poderosa y al mismo tiempo levemente cruel. Pero que no deja de ser un prodigio de conmovedora exploración acerca de lo que consideramos la identidad en toda su extensión. También las ideas que rodean la posibilidad de morir —o el mero hecho de sostenerse sobre la comprensión del individuo— en medio de una idea radical. ¿Qué pasaría si el monopolio de dar vida no estuviera en las manos de la naturaleza o de una fuerza divina?

Claro está, el centro del argumento —tanto del libro como el de la película— están basados parcialmente en Frankenstein de Mary Shelley. El parecido es obvio, aunque no total, y Lanthimos analiza la idea dolorosa acerca del aislamiento y la búsqueda del origen, a través de un sardónico sentido del humor, en lugar de la precaria percepción de la angustia existencial. De modo que Bella (una magnífica Emma Stone) está llena de una extravagante vitalidad, inexplicable durante el primer tramo de la película, pero que después se conecta con una explicación delirante y dolorosa acerca del origen del ser.

Pero mientras tanto, el director se divierte —y divierte al público— con una historia de crecimiento que se conecta con el atributo real de la historia de Shelley. El hecho de saltar las restricciones de la naturaleza para profundizar en el misterio. ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué nos hace ser quienes somos? Bella, en toda su trepidante fuerza y el misterio que encierra, no responde a la pregunta, pero sí es un símbolo de la transición de la idea de la identidad como total —todos tenemos una— por otra más fragmentada. ¿Adquirimos una identidad a fuerza de imposiciones? ¿Qué somos cuando la vida se transmite y se construye en percepciones aleatorias sobre el bien y el mal?

Una historia, dentro de una historia, dentro de una historia 

Hace más de dos siglos Mary Wollstonecraft Shelley comenzó a escribir una historia. Era un juego, una apuesta, una forma de demostrar que la literatura era para ella, más que un ejercicio práctico intelectual. “Está vivo” fue lo primero que anotó en la página en blanco. Después diría que no tenía una idea real hacia qué historia le conduciría esa única frase. Años más tarde, insistiría que se trataba de visiones, un sueño asombroso. De una pesadilla convertida en una narración que la consumió en una obsesión perenne por casi tres años. Pero en realidad, esa noche, la jovencísima aspirante a escritora solo deseaba narrar una antigua fascinación.

“Está vivo” escribió mientras junto a la ventana estallaba una tormenta fría. Más allá, una erupción volcánica a kilómetros de distancia cubrió el mundo de ceniza. A su alrededor, Percy Bysshe Shelley, su hermanastra Claire Clairmont y el poeta Lord Byron escribían. También lo hacía el silencioso y siniestro John William Polidori. Mary diría que por casi seis horas lo único que escuchó esa noche “fue las voces de sus personajes, que entre gritos de agonía nacían en la hoja”.

Parece una historia sencilla para la creación de la novela gótica por excelencia. Y quizás, incluso solamente sea una forma de disimular los años de dedicación, esfuerzo y miedo que llevaron a Mary Shelley a narrar el futuro de la literatura de horror en Frankenstein, o el moderno Prometeo. ¿Comenzó a escribirse la génesis de lo que sería el relato por excelencia sobre la vida y la muerte una noche de tormenta y gracias a una apuesta? Mary Shelley lo aseguró por años. También, que el tema de la muerte, le “deleitaba” —no le agradaban ni despertaban su curiosidad, le deleitaba, como escribió a Percy Shelley poco antes de contraer matrimonio— desde que era una niña.

De modo que, escribir de un hombre de ciencia que rompía las reglas de lo divino y lo humano para crear vida parecía la transición evidente, necesaria y obvia en la visión de Shelley sobre la oscuridad interior. Para la escritora, que ya a los 12 había escrito un pequeño relato acerca de un corazón encerrado en un tarro de cristal a través del cual un demonio miraba a sus víctimas, encontró en Frankenstein el centro esencial de su necesidad de contar las sombras. Pero también, continuó una vieja tradición que obsesionó a escritores antes y después de ella, por la majestad del cuerpo, por lo incorruptible de la idea que la vida, era un fenómeno llevado por fuerzas sobrenaturales.

Algo semejante logra Lanthimos, al recrear a Bella. Nacida de la imposibilidad, el director rinde tributo a cada historia en que un autor ha dedicado tiempo a explorar el origen de todo lo creado. Mary Shelley quería crear vida. Lo mismo que Gustav Meyrink, casi un siglo después, cuando tomó todas las leyendas judías acerca del Golem y las relató en un libro en que logró amalgamar todos los terrores fortuitos de la cultura en la que nació y creció.

El director toma todas esas ideas y las combina en una epopeya demencial, frenética y fundacional, que analiza el enigma de lo que nos hace prosperar. La vida se impone en medio de restricciones y temores. Algo que el guion de Poor Things engloba hasta abarcar temas de todo tipo que a pesar del escenario victoriano —recargado, barroco y excepcionalmente hermoso— plantea desde una óptica contemporánea.


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