Epopeya del pueblo mexicano, mural de Diego Rivera

La muralla inexpugnable de un diálogo posible entre el régimen de facto de Nicolás Maduro y el gobierno legítimo de Juan Guaidó es la inexistencia del Estado de Derecho en Venezuela. Constatada esta dura realidad, la celebración de elecciones, universales, libérrimas, directas y secretas resulta obvia, siendo el sufragio la única fuente de legitimidad del poder en el hemisferio occidental.

La estocada mortal a la Constitución Bolivariana de Venezuela de 1999 atiende a tres factores principales: la designación del espurio Tribunal Supremo de Justicia; la creación de la falaz Asamblea Nacional Constituyente y la convocatoria fraudulenta a elecciones presidenciales en el año de 2018. Estos hechos deleznables determinan, al mismo tiempo, el salto de Maduro a los terrenos de la usurpación y la responsabilización de Juan Guaidó a la presidencia legítima, según las prescripciones del artículo 223 de la Constitución actualmente vigente.

El rechazo a la falsa reelección de Maduro da pie al reconocimiento de Guaidó de 52 Estados o más, y de organizaciones internacionales relevantes por su valor e influencia tanto europeas como americanas, pienso en la Unión Europea, en la Organización de Estados Americanos y en la Organización de Naciones Unidas. Guaidó, de méritos propios, ha contado con el apoyo interno y externo, y el respaldo inapreciable del brillante secretario general de la OEA, Luis Leonardo Almagro.

Juan Guaidó ha triunfado con el establecimiento de una figura innovadora en el mundo del Derecho y de las Relaciones Internacionales, es ella, la del presidente legítimo, una aportación excelente porque refuerza el ejercicio pleno, la defensa y protección de los derechos fundamentales del hombre y el ciudadano. Inalienables, innegociables e imprescriptibles.

La reciente reunión de México, abrumada por las fanfarronadas y disparatadas declaraciones de Maduro, anunciaban el  fracaso del encuentro, auspiciado por Andrés Manuel López Obrador, el ignaro sucesor de Francisco Madero, primer presidente de la revolución mexicana, de 1910, antirreeleccionista y ferviente partidario del sufragio, logró desalojar del Palacio Nacional, sede del Gobierno de México, a su último ocupante, el dictador Porfirio Díaz, con el espaldarazo inestimable de los líderes militares y populares, Pancho Villa y Emiliano Zapata. Los huesos desolados de Díaz  fueron a dar a la luminosa París, para siempre, sus restos yacen todavía en el Cementerio de Montparnasse, a la orilla izquierda del Sena.

Noruega, de su lado, intentó una presentación de Estado neutral, para mediar en el conflicto, digna de encomio, que nos recuerda su lucha valiente contra el nazismo, esfuerzo insuficiente desde la perspectiva del Derecho Internacional contemporáneo que requiere, sin defecto, la declaración unilateral de neutralidad pero también el reconocimiento de los Estados o de las organizaciones internacionales, miembros, por definición, de la comunidad internacional.

En términos jurídicos el memorando firmado en la antigua Tenochtitlan, el 13 de agosto de 2021, publicado, apresuradamente, por la Asamblea Nacional oficialista el 18 de agosto de 2021 se asemeja al silbido temeroso del caminante en la oscuridad de la noche.

Ni una sola palabra de sus contenidos deriva efectos que puedan fortalecer la prolongación de la dictadura.

La polémica mueve su péndulo, del acierto al error. Algunas opiniones de la oposición declaran la desaparición del gobierno legítimo, enalteciendo, aún sin querer, el beneficio del tirano. Igual, algunos reportajes periodísticos faltan a la regla de oro de la ética periodística, contar la verdad. Un reportaje de El País, fechado 21 de agosto, registra los puntos de vista de los politólogos Ana Milagros Parra y Ángel Álvarez, profesor de la Universidad de Ottawa, que incurren en el pecado capital de la pereza, al torcer la interpretación de la norma jurídica, esencial a la conceptualización política.

En ese sentido, traigo a colación los criterios, compartidos, de un jurista de enjundia, Román Duque Corredor, relacionados con el memorando de entendimiento, suscrito el 13 de agosto de 2021, publicado en la Gaceta Oficial el 18 de agosto de 2021, por la Asamblea Nacional oficialista.

Con relación a ellos, los siguientes comentarios,

a) El acuerdo publicado por el diario de la Asamblea oficialista no posee ningún fundamento jurídico, es banal e intrascendente, como podría decirse de los acuerdos de duelo, conmemorativos o de remembranzas históricas. Destacable es que el pronunciamiento acepta la discusión sobre la propia capacidad de gobernar del régimen madurista.

b) Los dignatarios admiten llamarse «partes», nítido significado de igualdad, lleva consigo un mutuo reconocimiento político entre las «partes» intervinientes en el proceso de negociación, jamás involucran un reconocimiento jurídico de legitimidad a la «parte» denominada » gobierno de la República Bolivariana de Venezuela».

c) En la práctica, la agenda aprobada demuestra, elocuente, que los comicios electorales después de 2015, han sido viciados debido a la ausencia de libertad y garantía de pureza, con lo cual queda marcado el origen ilegítimo del régimen chavista.

d) Es claro, además, que la mesa de negociación tiene por objeto buscar una solución a la gobernabilidad en Venezuela, para el bienestar, la paz y el respeto a los derechos humanos. Todo lo cual pone en evidencia la carencia de legitimidad, no solo de origen sino de ejercicio del poder de un «gobierno», que cacarea su eficacia, bien entendido, a partir del Derecho  Político y del Derecho Internacional.

e) Al hilo de este pensamiento luce pertinente el llamado a ambas «partes» de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del 23 de agosto de 2021, con ocasión de las mesas de diálogo, para que se lleve a cabo uno serio, amplio, incisivo y justo, a fin de superar la profunda crisis que atraviesa Venezuela, destruida hasta los tuétanos la institución estatal que ha permitido la salvaje transgresión de los derechos humanos contra las personas, que disienten de un gobierno que ataca rudamente, sin precedentes históricos, el espíritu nacional por medio de la opresión, la represión y la tortura.

En definitiva, hoy somos testigos de un proceso de destrucción que nos muestra las plagas del hambre, la enfermedad y la muerte. Un colosal deterioro de las condiciones de vida de la sociedad venezolana entera, que ha determinado una penosa diáspora que roza los seis millones y medio de compatriotas, que arrancó del alma al poeta Rafael Cadenas, premio Príncipe de Asturias, la desgarradora frase: Venezuela está en todas partes.

Pasados 135 años el Palacio Nacional de México no fue residencia y despacho del jefe del Estado; sin embargo, López Obrador, humilde, se mudó con armas y bagajes para vivir en el bello edificio de la Plaza del Zócalo, albergue de Moctezuma y Hernán Cortés, convertido en museo por su extraordinaria atracción turística, en  su interior los murales espléndidos de Diego Rivera, justo a la derecha se levanta imponente la churrigueresca Catedral de la Virgen de Guadalupe, patrona de México, de América Latina y de Filipinas.

El presidente de México es todo demagogia y populismo, disfruta la pompa, carácter que no falla en el delirio de los gobernantes comunistas de Iberoamérica, asimismo, inclinado a las restricciones a las libertades, ruego a la Virgen de Guadalupe no padezca de la enfermedad, otro trazo característico, de la avidez de riquezas.

Es muy densa la experiencia moderna de regímenes que se han organizado en forma democrática y en su decurso han devenido en dictaduras de absoluta y cruel arbitrariedad.

El choque brutal, entonces, es entre la democracia representativa y el comunismo de nuevo cuño populista, no es otro. Estamos obligados a vencer y solamente el sufrimiento escarnecido de la patria nos impulsa a la búsqueda de una solución equilibrada, muy difícil pero muy difícil de alcanzar. La tiranía no actúa de buena fe, no es, por tanto, un interlocutor válido. Quizá la Ayuda Humanitaria o Derecho de Injerencia y la Responsabilidad de Proteger, ambos institutos jurídicos de largo recorrido doctrinal, puedan animar la actuación de las organizaciones internacionales y las naciones más civilizadas, como solía decirse en el Derecho Internacional clásico. No perdamos la esperanza de vencer, de rescatar nuestra democracia, dignidad, libertad y decencia. Winston Churchill nunca la perdió y en su discurso de 1940, en la hora más oscura de Gran Bretaña, postuló la victoria que alcanzó años más tarde.


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