Elizabeth Borne no es ya primera ministra de Francia. Por sorpresa, fue conminada a dimitir anteayer. Los protocolos de la «politesse» imponen ese eufemismo en política: «Dimisión». Lo acorde con el uso reglado de los diccionarios es «destitución». Pero es que lo de «cesar» o «separar a alguien del cargo que ejerce» (RAE) o «desposeer o privar a alguien de su cargo, función o empleo» (Academia Francesa), suena en exceso violento a los sensibles oídos políticos. Se opta siempre –y en todas partes– por el eufemismo «dimisión», en el cual es la víctima la que se exhibe como verdugo de sí misma: «Renunciar, hacer dejación de algo, como un empleo, una comisión» (RAE) o «acto por el que alguien se separa de una dignidad, un empleo, una función» (Academia Francesa).

Lo habitual es que el fulminado acepte la degradación con gesto satisfechamente altivo. A veces, sin embargo, se producen imprevistos: sólo entonces la cosa se hace algo más divertida. Hilarante en España, cuando dos ministras sin oficio ni beneficio –cajera de tienda, creo, una; la otra, creo, inmaculadamente nada– sollozan ruidosamente al ser desterradas de ministerio y sueldo. Principescamente asesina, cuando es una esgrimista de largo recorrido quien toma la palabra de despedida. Elizabeth Borne, anteayer. Carta de adiós el presidente de la República Francesa: «Me ha comunicado usted su voluntad de nombrar un nuevo primer ministro… Así pues, me es obligado presentar la dimisión de mi gobierno».

Los titulares de la prensa francesa subrayaban ayer, sin excepción, la fórmula. No por lo que tiene de áspera hacia el mismo Emmanuel Macron, al cual, sin embargo, Borne no dirige un solo reproche explícito. Sí, por una curiosísima coincidencia que los archivos permiten establecer de modo fácil. La fórmula de Borne es idéntica a la utilizada por el primer ministro Michel Rocard, en 1991, para mandar a los infiernos al abominable presidente Mitterrand, puede que la mayor peste de la política francesa en la segunda mitad del siglo XX. Con un tenue matiz, entre moral y político: Rocard y Mitterrand se odiaban. Sin matiz. A muerte. No se molestaron jamás en disimularlo. Las peculiaridades del sistema electoral francés obligaron al Todopoderoso a ceder la Jefatura del Gobierno al adversario al cual más despreciaba: el líder histórico de la escisión de izquierda del socialismo francés.

A Mitterrand, «bon vivant» poco inclinado a los escrúpulos, que venía del Vichy de Pétain y que por el Vichy de Pétain había sido condecorado, el austero socialismo clásico de su impuesto primer ministro se le hacía insufrible. Le amargó la vida cuanto pudo, lo fue saboteando, hasta que logró cobrarse su cabeza: caza mayor. Y a Rocard sólo le quedó el nimio consuelo de «dimitir», acuñando su rencor en esta fórmula de despedida que ahora Borne recupera.

Pero no valen, esta vez, aquellas hondas antipatías personales de los años ochenta y noventa. El crujido, que abre un foso entre Presidencia de la República y Jefatura del Gobierno, es político. Y pone en primer plano un dilema constrictivo para la Francia actual: el fin de lo que fue un ciclo largo de prosperidad. Ahora, desde hace ya un decenio, Francia vive ante el desasosiego de saber clausurado el tiempo de la Vª República.

De Gaulle hizo redactar su constitución a la medida del desmoronamiento de la predecesora. Entre 1946 y 1958, la IVª República tuvo 22 gobiernos: lo cual da una duración media de siete meses para cada uno de ellos. La nueva constitución imponía tres correctores: separación entre elecciones presidenciales y legislativas, voto mayoritario a doble vuelta en ambas y presidencia ejecutiva. El éxito fue fulgurante. La doble vuelta excluyó del Parlamento a los pequeños partidos que forzaban alianzas imposibles y siempre fugaces; la elección separada ponía al presidente por encima del juego de los partidos y garantizaba una verdadera división de poderes entre el legislativo y el ejecutivo. Entrañaba un riesgo, desde luego: la incompatibilidad –parcial o completa– de presidente y Parlamento. La autoridad del general De Gaulle pospuso el problema durante una década. Después del 68, fue la mecánica de las «cohabitaciones» la que se impuso: si era preciso, el presidente nombraba a un primer ministro del partido mayoritario en la Asamblea. La tensión pervivía, pero el sistema institucional podía atenuarla.

Así fue hasta el final de siglo. Cuando, a la muerte de Mitterrand, quedó al desnudo la descomposición de los grandes partidos. Y ninguna de las personalidades políticas emergentes supo dotarse del prestigio para suplir ese vacío. Fueron cayendo: Chirac acabó su presidencia procesado por corrupción, igual destino aguardaba a Sarkozy, Hollande se quitó de en medio, literalmente destruido por las emboscadas de sus colegas de partido, su sucesor Macron era la última esperanza.

Pero Macron llega ahora al límite legal de sus dos legislaturas sin haber logrado recomponer nada. Sin sucesor: porque, desde luego, el joven nuevo primer ministro, Gabriel Attal, no parece dar un perfil de suficiente entidad para llegar a serlo. Y con dos anacrónicos populistas, Mélenchon y Le Pen, a izquierda y derecha, en trance de disputarse la próxima presidencia. Si a esto no llamamos ocaso de la Vª República, no sé qué nombre tiene.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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