The Flash

DC pudo haber sucumbido a las exigencias de la cultura de la cancelación. Se embarcó en una serie de proyectos fallidos, de una cierta inclusividad forzada, en una búsqueda por complacer a las ligas de la justicia progre, una suerte de nueva cacería de brujas.

Warner sabe de ello porque lo vivió en carne propia, durante el tiempo oscuro del macartismo, cuando su mandamás expuso a varios de sus talentos, para salvar su pellejo. Una herida que el estudio cerró, pero que ha vuelto por otros medios en Hollywood.

Por eso, Flash supone una declaración de principios, nada casual, contra la pretensión y el empecinamiento millennial, de corregir el pasado, de forma obsesiva, con el propósito de limpiar la historia y llevarla por una camino de felicidad, un poco absurdo, porque es contra natura.

La misma Warner, como toda la meca y el mundo, tiene sus esqueletos en el clóset.

O deslices propios de su contexto, como El cantante de jazz, la primera película sonora, cuyo único pecado fue maquillar de negro a su protagonista. Algo usual en aquel entonces. Sin embargo, no han faltado los representantes de la cultura del resentimiento, que piden borrarla del archivo, cancelarla y censurarla.

Dicho clima de terror e histeria, de supuesta “corrección” política del pretérito, amenazó con sepultar al cine de súper héroes de la DC, haciéndolo aburridamente woke, sin la presencia de incómodos vigilantes del ayer, como el Superman de Reeves, demasiado blanco e inocente, para ser soportado por los guardianes de la moral del segregacionismo, de la discriminación inversa.

De ahí que nos entregasen una Watchmen racializada y victimista que nunca estuvo en la mente de su creador original, Alan Moore.

Pero al final del día, la industria es un negocio, y si la mentada revolución de la identidad y la representatividad, no da dinero, pues se deja a un costado, como le ocurrió hasta el famoso nuevo Hollywood de los setenta, desplazado por una tendencia más conservadora y especulativa, más pragmática en los ochenta, de vuelta al Superman de Donner, por ejemplo.

En tal sentido, ¿qué significa el estreno de Flash en términos semióticos?

La película supone una relectura oportuna de “Volver al Futuro”, contando una ucronía dark, provocada por la pretensión del protagonista de regresar al pasado, para evitar la muerte de su madre, al estilo de un Miles Morales con su papá.

No resulta casual la coincidencia entre ambos títulos. Es como si Marvel y DC hubiesen convenido hablar de lo mismo, desde sus respectivos lugares enunciativos.

Por tanto, a Flash le corresponde una reflexión cónsona con el tono dramático y gótico de la empresa, al priorizar el relato de un Flash, que como el Superman 3, se encuentra con su versión bizarra y autodestructiva, producto de las alteraciones del tiempo.

A los golpes, el chico aprende una dura lección de madurez. Una lección que atañe a la generación de relevo y al espectro centennial que encarna Flash: hay problemas humanos que no tienen solución, como la muerte. Y la idea de edulcorarla, de negarla, solo genera caos y apocalipsis, como un efecto mariposa.

De ahí que ello afecte la forma del filme. No en balde, el viaje en el tiempo de Flash se deforma en la pantalla, como un bucle maldito de referencias, donde los ángeles de la DC devienen en demonios y monstruos, con un curioso CGI de Deep fake.

Me late que así, Flash nos dice que la revisión que acomete la inteligencia artificial, acerca del pasado, tampoco es una alternativa fiable en el orden de lo artístico.

En todo caso, las reproducciones retornan un tanto como pesadilla, al modo de homenajes de clausura.

Por ende, debemos aceptar el fallecimiento del Batman de Keaton, su normal paso del tiempo.

Flash va entendiendo la vuelta del destino, y lo despide como corresponde.

Igual a su madre, en un sensible tributo.

Por consiguiente, DC a través de su nueva película, nos afirma su intención contemporánea de conmemorar su historia, en una celebración digna de sus fans.

Es la única forma de cicatrizar las heridas de la actualidad, en un mundo roto y polarizado, dividido entre bandos bélicos.

Warner hizo Casablanca como defensa de la libertad ante el ascenso del fascismo, en pleca época de la segunda guerra. Por eso sigue vigente y fresca, en el comienzo de una bonita amistad que perdura.

Flash, en conclusión, va por un camino similar de reencuentro y superación de la culpa, de reconciliación del bando de los buenos que somos todos los que aborrecemos a dictadores como Putin.

Por algo los villanos del filme son rusos, dado que hemos regresado a una nueva guerra de bloques, más caliente que fría.

Flash nos indica que el auténtico mal se esconde en las agendas de la destrucción del planeta y de nuestros mitos fundantes.

De tal modo que hay que poner foco. No caer en un loop de depredación mutua y canibalismo interno de La Liga de la Justicia. Tender puentes, comunicarnos y pasar la página, tener un cierre.

Flash unifica los criterios de la DC, haciendo las paces entre el pasado y el presente.

Porque el Batman de Keaton merece contar su historia, como el Flash de Ezra Miller correr a la velocidad ansiosa que desee. Pero ojo, sin tropezarse. No olvidemos que Flash ahora también asimila que la lentitud tiene su belleza y arte, que no todo se consigue en un abrir y cerrar de ojos, pasando de un universo a otro, como en un scroll de TikTok.

Le agradezco a Umberto Eco darme herramientas para apreciar la grandeza que entraña un Flash sin apelar a criterios obtusos de una izquierda binaria, pasada de moda.


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