La América Latina de estas primeras décadas del siglo XXI parece una fiesta de una veintena de muchachos que, en tiempo de una calamidad pública, se divierten corriendo de un lado a otro para hacer girar sus remolinos (molinillos o rehiletes) de colores llamativos y distintos movidos por el viento. Podría parecer una imagen simpática, si no fuera porque oculta la tragedia de los pueblos que habitan la región como resultado del comportamiento de quienes los conducen – cada uno con sus propias ambiciones – lo que les ha impedido, entre otras cosas, incorporarse plenamente a la evolución global. Por eso, han quedado un poco al margen, como rezagados, en la marcha de la historia. Durante gran parte del tiempo de su vida independiente, muchos de los países que la integran han carecido de un proyecto nacional propio que guiara sus acciones hacia la consecución de objetivos fijados previamente. Y – contradicciones de su historia – no es porque les han faltado, sino más bien porque les han sobrado.

La vida armoniosa en común (entre individuos o comunidades) supone compartir una identidad y la creencia en un mismo destino. La primera resulta de un conjunto de componentes –ideas, valores, caracteres, formas, estructuras– extendidos entre quienes forman el grupo, que los asemejan y los caracterizan, tanto como los diferencian de otros. Han sido adquiridos a lo largo del tiempo, por lo que la identidad es producto de la evolución histórica y como tal está sujeta a variaciones. América Latina tiene identidad propia, dentro de la cual cada uno de los pueblos que la integran manifiesta sus particularidades, o sea su identidad particular. Son en la historia una creación reciente, consecuencia de un proceso cumplido en poco tiempo. Mucho más antiguas son otros, con milenios o muchos siglos de existencia. Los nuestros, hispanoamericanos, apenas si se habían constituido, cuando asumieron el control de sus destinos.

Pero, también, como desde antiguo, todos los pueblos tienen una imagen propia acerca del modelo de sociedad que pretenden realizar, expresión de su experiencia histórica, respuesta a sus necesidades e intereses, aspiración de mejoramiento futuro, fuente de las normas por las cuales se deben regir. Es un proyecto colectivo sobre el tipo de “orden social deseable” (en términos de G. Burdeau) que se aspira a implantar. Surge de la realidad existente y traduce el conjunto de ideas dominantes, aceptadas por consenso del grupo, referidos especialmente al concepto del ser humano, al orden político y ejercicio del poder y la estructura económica y social. Así, cada pueblo (o país) en cada período de su historia define su propio proyecto, que, sin embargo, está determinado en buena medida por su pasado. Recoge “lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos ser” (en la fórmula de Carlos Tünnermann).

Los pueblos de América hispana para comienzos del siglo XIX habían adquirido una identidad propia (“nueva”, ni europea ni americana, más bien “criolla”). Los dirigentes de sus clases altas tenían un  objetivo inmediato a lograr –la independencia (que disfrazaron en la “defensa” del monarca español)– pero, en verdad, les faltaba o apenas habían esbozado un proyecto colectivo a largo plazo. Porque, a diferencia de lo ocurrido en las colonias inglesas del Norte, con amplios niveles de autonomía para la toma de decisiones, en las capitales indianas nada o muy poco de importancia se discutía para resolver (lo que correspondía a organismos de la Metrópolis). Por lo demás, la separación era, en verdad, objetivo de las clases pudientes a las que faltaba el poder político, y no de todo el pueblo, que más bien desconfiaba de quienes aspiraban a sustituir la autoridad real.

Sin embargo, lentamente las ideas de los adelantados (los precursores Miranda, Vizcardo y Nariño, el padre Mier) asumidas y difundidas por algunos de los próceres (como Bolívar, O’Leary, Belgrano, Santander, Delgado, Guadalupe Victoria) llegaron a predominar entre las gentes del pueblo. Esperaban incorporar los nuevos países al “concierto de las naciones”, formar parte de la “historia universal” e impulsar acciones que los llevaran al progreso y a la civilización. Pero, las pretensiones de crear repúblicas fundadas en los principios de la Ilustración y de las grandes revoluciones liberales, tropezaron con las tendencias a la anarquía y las ambiciones de mando de no pocos de los libertadores. Entonces se extendió la desilusión; y antes de la consolidación de los estados estallaron las guerras civiles. Como consecuencia, aquellas entidades de reciente aparición quedaron al margen de las transformaciones que producía la revolución industrial y la expansión de los movimientos democráticos.

Durante casi dos siglos aquellos países ensayaron distintos modelos, algunos con asentimiento de las mayorías. Los conflictos internos y la aparición de los caudillos facilitaron el establecimiento de largas hegemonías o dictaduras personales, que trataron de justificar los pensadores positivistas. Hubo sí intentos de alguna duración (en Argentina, Brasil, Chile, Perú o Colombia) para establecer sistemas institucionales (aunque dominados por oligarquías más o menos progresistas).  Pero, casi todos – con algunas excepciones – sucumbieron a la crisis económica de los años treinta. Así, siguió un período de dictaduras militares, precisamente cuando se divulgaban en la región las doctrinas políticas modernas y se formaban los primeros partidos populares. Luego se produjo un renacimiento democrático. Fue entonces cuando se impuso la propuesta de crear sociedades fundadas en la afirmación de la libertad y la realización de la justicia social. Parecía que la región albergaría democracias modernas, de inspiración humanista.

Esos intentos –fueron notables los adelantados en Chile y Venezuela– fracasaron cuando no se dio respuesta a las crisis económicas que empobrecieron a la población, lo que facilitó el asalto del poder –siempre objeto de ambición– por grupos militares (a veces disfrazados de fuerzas revolucionarias). En las últimas décadas en el subcontinente se ha tratado de inventar nuevos modelos, inspirados en fuentes autóctonas o foráneas, sin que ninguno haya tenido éxito. Entre la democracia y el autoritarismo, el liberalismo y la intervención estatal el péndulo va y viene todavía. Mientras algunos tratan de revivir revoluciones que abandonaron, otros procuran perfeccionar inéditas democracias. Cada uno marcha por su lado, sin programas a largo plazo para superar el atraso y el subdesarrollo. Entre tanto, el acceso a niveles altos de desarrollo –donde en regiones remotas ya están otros que tenían menos posibilidades– se vuelve lejano.

La falta de un proyecto nacional afecta la vida de los pueblos: anarquía en la sociedad e inestabilidad institucional en el Estado. Impera el desorden por los constantes cambios en el ordenamiento jurídico. La vida y los derechos de las personas no se encuentran protegidos. Por otra parte, el gobierno se confunde con  sus titulares. No cumple su cometido de ser guía para el logro del bien común. No funciona con permanencia y eficacia al servicio de los ciudadanos la administración pública. El objetivo de quienes ejercen el poder es el provecho personal. Por eso, se generaliza la corrupción. El Informe 2021 de Transparencia Internacional señala que en América Latina los peores índices corresponden a Venezuela, Haití y Nicaragua (y los mejores a Uruguay y Chile).

La carencia de un  proyecto nacional hace difícil el cumplimiento de la acción del gobierno. En tal circunstancia, el Estado no ofrece respuestas concretas e inmediatas a las necesidades de la gente. Todo se supedita a los intereses del grupo que  ejerce el poder y, con frecuencia, a las tendencias momentáneas de la opinión pública. Por esa razón, las medidas que se toman no siempre son eficaces. Para comprobarlo se puede mencionar lo ocurrido durante la actual pandemia: hasta el pasado 7 de febrero, según la OMS, en América Latina se habían producido 15,49% del total mundial de los casos y cerca de 28,07% de las muertes, porcentajes que superan largamente el de la población de la región. Esas cifras reflejan la incapacidad de los encargados de impedir la propagación del virus y  las deficiencias en los servicios de salud. Tanto la anarquía como las fallas en la acción gubernamental conducen al atraso y al subdesarrollo.

Como los niños con sus remolinos y gritos, cada país de América Latina exhibe sus colores y lanza sus consignas. Allí la fiesta continúa, con revoluciones, pronunciamientos y constituciones.  Mientras tanto, el mundo avanza. De vez en cuando quienes preparan el futuro en el primer mundo, en centros de investigación o fábricas para encontrar solución a sus problemas, dirigen una mirada curiosa e inquieta a los que en el tercer mundo se divierten. Se han quedado rezagados. No se enteraron cuando el tren pasó por el andén donde jugaban. El pitazo de partida les informó que había pasado el tiempo para abordarlo. Entonces protestaron contra el conductor que no los esperó … pero continuaron divirtiéndose. ¡Cosas del realismo mágico!


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