El régimen celebra este primer domingo de febrero 25 años de su llegada al poder. La fecha escogida no es aquella de su entrada a Miraflores (2/2/99) tras el triunfo electoral del diciembre anterior, sino la del asalto por las malas del palacio presidencial un día como hoy de 1992, con su rastro de traiciones y sangre.

Es un contrasentido más, pero muy elocuente, que veinte días después de que Nicolás Maduro en su «desmemoria y cuento» anunciara cuatro «conspiraciones retroactivas» para asesinarlo en 2023 -una semana después agregó una quinta que se le había traspapelado, la desmemoria- conmemore el cuarto de siglo perdido el día de la «gran conspiración» del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, que causó la muerte de soldados sorprendidos de madrugada y de soldados llevados bajo engaño a «proteger» al presidente en su despacho o en su casa de residencia.

El 4F siempre ha sido la fecha que representa de manera exacta las intenciones de quienes permanecen en el poder desde hace 25 años. La victoria electoral fue un accidente, una consecuencia inevitable de aquel ardor, de aquel ímpetu de los iluminados que ha conducido al país a esta oscuridad asfixiante.

¿Habría que detenerse en esta celebración del fracaso a añadir algo distinto sobre el significado de este cuarto de siglo transcurrido? Abundan los informes nacionales e internacionales que registran el país extraviado y dolido hasta los huesos en que se ha convertido Venezuela. Y abundan también los millones de venezolanos que se vieron obligados, en su mayoría, a empezar de cero bajo otros aires, quizás más fríos y seguro menos cálidos.

Esta celebración de la nada y el horror es un acto electoral, que antecede a la reunión que para mañana anunció el intempestivo Jorge Rodríguez para elaborar un cronograma hacia las elecciones de 2024. Precedida a su vez por la decisión dictada del Tribunal Supresor de Justicia que inhabilitó a la «doña» que se ha erigido en la peor de sus pesadillas.

El régimen festeja el pasado. Y ratifica, a pesar de la bulla y el alboroto, que ha perdido el pulso político del país. Su inteligencia cubana no detectó a tiempo la “conspiración” de Tareck el Aissami –que birló miles de millones de petrodólares bajo el superbigote de Maduro–; tampoco advirtieron el impacto mayúsculo de la primaria opositora en octubre pasado; menos aún el hartazgo popular, de un lado a otro, de arriba abajo, en la insólita convocatoria electoral del 3D para rescatar el Esequibo.

Solo les queda reprimir –que es lo que han hecho en lo que va de 2024– o, si hubiera un atisbo de realidad política y sensatez, negociar las condiciones políticas que permitan una competencia electoral libre, transparente y verificable, como exigen la mayoría de los venezolanos y gobiernos democráticos del mundo. La fuerza de la gente organizada, dentro y fuera de Venezuela, convencida de restaurar una sociedad de progreso y sin venganzas tiene la palabra.


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