Pío XI publicó en 1931 la encíclica Non Abbiamo Bisogno, en la que desgranó cada elemento identificatorio del fascismo

1931 representó un año clave para la Iglesia Católica. Amén del reacomodo geopolítico dentro de la Italia de Mussolini, los Pactos de Letrán (1929) pusieron fin a la disputa sobre el carácter jurídico, político y territorial del Papado. Con aquellos instrumentos se liquidaría la casi milenaria existencia de los Estados Pontificios para dar nacimiento a la moderna Santa Sede, mejor conocida como el Vaticano. Palabras más, palabras menos, el inicio de la década de los años treinta correspondería a una de las épocas más difíciles para los católicos, más en Europa, hasta ese momento, cuna de la moderna cristiandad. En fin, le correspondió a su Santidad Pío XI hacer frente a cada ataque y manifestación extremista surgida del mundo moderno. Batalla que no sólo acaeció en las iglesias, sacristías, seminarios y conventos, sino en tratar de encontrar las ideas-fuerza que impulsaban las nuevas fuerzas totalitarias que arrasarían Europa continental. La novísima geopolítica de la ideología irrumpía con bríos, cambiando las antiguas tradiciones estamentales más o menos uniformes que imperaron por siglos.

Años atrás, en 1888, su predecesor, León XIII, había iniciado la separación absoluta con las ideas políticas que en su tiempo hicieron resplandecer la moderna sociedad occidental. En ese año aparece la Carta Encíclica Libertas Praestantissimum, contra lo que sería la arremetida de un ultraliberalismo omnipotente, que tras el triunfo de un animismo económico abrumador, jugó a imponerse como la doctrina de doctrinas, liquidando de esta forma la concepción eclesiástica base sobre la libertad natural y la relación con Dios. De este tiempo de pensar absoluto, la guerra de la Iglesia contra el liberalismo abordó múltiples campos de batallas, sobre todo, en el teatro de las ideas. No sólo debe resaltarse el esfuerzo por comprender las abrumadoras consecuencias, incluyendo la alienación, que puede generar una doctrina política cuando se eleva hacia los altares de la intolerancia. Este problema ya había sido abordado por su Santidad Gregorio XVI en la Encíclica Mirari Vos (1832), por Pío IX (Carta Pastor Aeternus, 1870; Aeterni Patris, 1868; y Quanta Cura, 1864), y por el papa Pecci en su Inmortale Dei (1885).

Si el siglo XIX estuvo marcado por esta fratricida confrontación en el plano de las ideas, tras la Primera Guerra Mundial, el orden global comenzaba a cambiar. En Rusia entra victoriosa una revolución “atea” liderada por el partido bolchevique, que impuso 7 décadas de lo que se conoció como la dictadura del proletariado (1922-1991). En Italia, tras la guerra y la pérdida de su tradición colonial en África, la “fascio” ascendía al poder (1922-1945) como nueva forma para gatillar potestades increiblemente efectivas sobre el ciudadano y su pensamiento, así se barriera con la libertad de dicho individuo. En Alemania, tras las penosas imposiciones del Tratado de Versalles (1919), la nación teutona, humillada, abrazaría las arengas que un antiguo cabo vociferaba en las cervecerías de Münich. La civilización abría la era del extremismo, del pensamiento en absolutos y de la todopoderosa “razón de Estado” para aplastar a quien sea, como ser humano o como institución.

Como ha sido su rica historia, la Iglesia Católica ha enfrentado cada ideología o forma del pensamiento que atente contra la dignidad humana y pretenda destronar a Dios como el creador. Sin embargo, en ese inicio de la década de los treinta del siglo pasado, el papado respondió al fuego fascista, comunista y ultraliberal, con respuestas doctrinarias que hasta nuestros días siguen siendo referenciales. Como apuntaba al inicio del artículo, 1931 es un punto de cita en la creación documental como reacción a los ataques de grupos extremistas contra el Pueblo de Dios. La primera sería la Quadragesimo Anno, como encíclica que exaltaba el papel de la Rerum Novarum en sus primeros cuarenta años de publicada, recalcando que la Iglesia Católica posee una doctrina económica y social diametralmente opuesta a toda forma de liberalismo o colectivismo.

La segunda sería la encíclica que analiza por primera vez, a los 9 años de ascenso de “il Duce”, las perversiones del fascismo como doctrina política. Aunado con la omnipresencia del “Estado corporativista” en el modelo fascista, comenzó una persecución feroz contra lo que fue el exitoso modelo de la “Acción Católica”, esta última, lamentablemente modificada por el Concilio Vaticano II. En la Non Abbiamo Bisogno (AAS, 29.06.1931), Pío XI desgrana cada elemento identificatorio del fascismo, comenzando por otorgarle un calificativo que más tarde la ciencia política concebiría como categoría para este tipo de doctrinas: el todo, lo totalitario.

El documento papal comienza por explicar cada detalle de lo suscitado entre las camisas pardas del partido y su enfrentamiento con los jóvenes de Acción Católica. Nos relata pasajes de una violencia de Estado desatada contra sus ciudadanos, más que todo, contra católicos con conciencia de su condición. Explica el papa Ratti, los desaciertos de la prensa fascista, de la hostilidad como método y la exaltación de las medidas de policía como sello indiscutible de la primera doctrina totalitaria. Pero existe uno de los puntos identificatorios del fascismo que preocupaba a su Santidad, y era la imposición de la mentira como política oficial, es decir, de la falsificación de hechos como forma para acallar al otro, para destriparlo y hundirlo moralmente. Como nunca antes, la mentira había asomado cada rescoldo estatal para oprimir a quien no pensase de la misma forma, quien no abriera sus puertas del alma para hacerle culto al Estado y para que la genuflexión no fuera hacia un Dios -vivo e invisible- sino hacia el líder único, de carne y hueso, que supuestamente se sacrificaba por el colectivo. Como dice la propia Encíclica, “(…) Hemos querido señalar y condenar todo lo que en el programa y acción del partido hemos visto y comprobado ser contrario a la doctrina y a la práctica católica, y, por lo tanto, inconciliable con el nombre y la profesión de católicos (…)”.

En estos tiempos donde se desempolvan conceptos tan peligrosos como el fascismo, aunque sea para blasonarlos en tribunas oratorias. En momentos donde la República busca decididamente un espacio para la reconciliación. En una dimensión que exige cada venezolano, sea cual sea su forma de pensar, un respiro ante dos décadas de confrontación permanente; concebir un instrumento legislativo para juzgar prácticas calificadas como “fascista”, nos parece fuera de lugar. Entendemos que, ciertamente, en la dinámica política del país hayan permeado métodos fascistas indiscutibles, los cuales, condenamos, sea de donde venga. Comprendo, como ocurre en las democracias occidentales, que es necesario combatir cualquier método, partido o movimiento que busque resucitar las líneas aterradoras e intolerantes del siglo pasado. Pero, en la temporalidad actual, una ley que invoque perseguir al fascismo y a los neofascismos, resulta más que todo impertinente,  máxime, cuando exigirá del juez penal que conozca cada caso, un estándar técnico bien definido para interpretar si una conducta califica como “fascista”, según lo conceptualice el instrumento legal definitivo. Esto exigirá de un sentenciador con una capacidad técnica-filosófica para discernir elementos ideológicos que muchas veces son ácidos antagonistas del Derecho. Requerirá de asistencia letrada, es decir, de expertos en filosofía política para que sepan identificar en sí qué es el fascismo, pues, en la ley, a pesar de definirlo, deja vastos espacios de ambigüedad donde la subjetividad desempeñará un papel de villano saboteador.

Somos contestes que no puede tolerarse en una democracia a teorías intolerantes, así estas últimas sean una minoría atomizada de fuerza. Sin embargo, entrar a dilucidar en estos tiempos de cambio, sobre cuándo todos podamos encontrarnos en el campo del fascismo, no solo resulta casi un imposible para el común denominador de los mortales.  Como lo hace la Non Abbiamo Bisogno, también cerraré estas líneas de reflexión con el texto final de la Encíclica (N° 37) “(…) ¡Cuán preferible sería en vez de esta irreducible división de los espíritus y de las voluntades, la pacífica y tranquila unión de las ideas y de los sentimientos! Esta no podría menos de traducirse en una fecunda cooperación de todos para el verdadero bien a todos común; sería acogida con el aplauso simpático de los católicos del mundo entero, en lugar de su censura y del descontento universal que ahora se manifiesta. Nos pedimos al Dios de las misericordias, por intercesión de su Santa Madre, que recientemente nos sonreía entre los esplendores de su conmemoración muchas veces centenaria, y de los santos apóstoles san Pedro y san Pablo, que nos conceda a todos ver lo que nos conviene hacer y que a todos nos dé la fuerza para ejecutarlo. (…)”.


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