La totalidad de la experiencia,

es decir, la existencia”.

                        Walter Benjamin

Se ha dicho que el término experiencia proviene del latín experientia, que significa probar, intentar, ensayar o incluso arriesgar. Todo lo cual designa la condición de un cierto modo o grado de conocimiento, en este caso, en clave heurística, es decir, un discernimiento fundado sobre la base de la prueba, el ensayo y el error, del cual se obtiene un determinado aprendizaje. No obstante, las raíces de este tipo de saber ya estaban presentes en la antigua Grecia, dado que la expresión έμπειρος quiere decir empeño o intento. Y cuando por largo tiempo se contempla, observa y practica algo, entonces ese algo deviene pericia, forma de conocimiento.

Con sobria sensatez, y sin tener que llegar a los supuestos establecidos por el empirismo de Locke -que en buena medida han terminado por fijar los términos del credo del presente-, Kant señalaba que la experiencia “es el primer producto surgido de nuestro entendimiento, al elaborar éste la materia bruta de las impresiones sensibles”. De manera que la experiencia no es lo que antecede al conocimiento sino su punto de partida en sí, su más primigenia expresión y, por eso mismo, la más indeterminada y abstracta. Aunque no por ello menos importante, por el hecho de ser parte constitutiva de la historia de la incesante formación de la conciencia. El a priori kantiano es, en realidad, un a posteriori -como observa Hegel- precisamente por esta razón. Y es por eso que la experiencia es sorprendida por Hegel como un elemento necesario y determinante en la progresiva auto-concreción de la conciencia, empeñada en desplegar la realidad en su complejidad, no solo teorética sino ética, social, política e histórica.

A medida que las experiencias vividas -consideradas como empeños o intentos- son objeto de su proceso reconstructivo, en esa misma medida se comprenden como el camino de la conciencia hacia su propio saber. Y así se transforman en “la exposición del saber que deviene”. Diría Fichte que ellas van formando la fuente primordial de “la historia pragmática del espíritu humano” o, en una expresión, la “historia de la autoconciencia”. Recordar las experiencias sufridas -reconstruirlas- a los efectos de comprender el presente, es tarea de ineludible factura en la conformación de todo cuerpo social que consensualmente ha asumido el compromiso de sanar las heridas que durante mucho tiempo le han ocasionado tanto dolor y sufrimiento. Comprender quiere decir superar. El pasaje del conocimiento al saber está mediado por esta experiencia sufrida por la conciencia. En caso contrario, se corre el riesgo permanente de repetirlas una y otra vez. Es el bucle de la mala infinitud.

Después de la aplastante derrota política y militar sufrida por los sectores de la extrema Izquierda venezolana durante los años sesenta, negados a aceptar la pacificación que se les ofrecía, sus organizaciones partidistas comenzaron a resquebrajarse, dividirse y debilitarse hasta quedar reducidas a exiguos clubes de los viejos camaradas de lo que pudo haber sido y no fue, al frente de los cuales siempre un caudillo o un grupo de “comandantes” con criterios y tendencias ideológicas, tácticas y estrategias de lucha de lo más diversas, distantes e incluso contradictorias. Era el variopintismo de una Izquierda agotada, fracasada en sus propósitos pero, eso sí, arrogante, borbónica, presumida. Y es que, a pesar de todo, estaban convencidos de tener en sus manos la verdad develada y pura, la ciencia superior: nada menos que el diamat. Era “inevitable” que, “más temprano que tarde”, la sociedad capitalista se derrumbara como consecuencia de “sus propias contradicciones” y solo bastaba con empujar un poco las cosas para que, finalmente, se cumpliera la divina revelación de la sagrada palabra. Pero nada que llegaba el día. El consensuado Pacto de Puntofijo se había vuelto un auténtico bloque histórico y la población, deseosa de superar las condiciones de atraso impuestas por el militarismo, aceptó con entusiasmo la oferta democrática. Cuando decidían participar en los procesos electorales, los antiguos “comandantes” comenzaban a juntar las desgastadas piezas de su rompecabezas y presentarlas como la gran alianza de las Izquierdas. Nunca llegaron a alcanzar más de aquello que Cabrujas llamara, no sin ironía, “el seis por ciento histórico”. Suponían que mientras mayor fuese el número de sus menguados partidos más oportunidades tendrían de ganar. La experiencia mostró que la simple sumatoria de siglas vacías no es suficiente para obtener la victoria. Y cuando finalmente obtuvieron la anhelada victoria fue porque los “grandes cacaos” resentidos del sector empresarial y de la banca, propietarios de importantes medios de comunicación, convencieron a la sociedad civil de que era necesario un cambio de rumbo: era menester, “por el bien del país”, regresar a “nuestras raíces”, al señorío de la barbarie ritornata que el nuevo Boves -aunque, esta vez, en nombre de Bolívar- acaudillaba. Fue el “gran viraje” de Carlos Andrés Pérez en dirección contraria. Y he aquí la comedia devenida tragedia.

Después de veinticuatro años de esta insufrible pesadilla gansteril, queda la experiencia de la Coordinadora Democrática, la Mesa de la Unidad Democrática y la Plataforma Democrática como prototipos miméticos de aquellas alianzas izquierdistas de los años setenta, ochenta y noventa. El mismo formato, la misma representación del país desde la sala de reuniones en cuya mesa cada pequeña pieza va formando el rompecabezas de las ficciones. La esclerosis de los partidos que alguna vez fueron representativos del ethos ciudadano terminaron pagando el costo de sus propias mezquindades. No supieron ser gobierno y tampoco oposición. Hoy por hoy, después de las primarias, han quedado en evidencia: ni los unos ni los otros representan a nadie. Solo pueden ser representantes de sus propios intereses particulares. La Venezuela destruida no merece volver a extraviarse en un pasado de ingrata recordación. La conciencia tiene la obligación de comprender -¡superar!- su propia experiencia. Este anunciado “principio del final”, este nuevo bloque histórico que apenas ha comenzado a concretarse, no requiere ni de más caudillos ni de más puzzle. Más bien, requiere de la construcción de un nuevo concepto de país, sustentado en el necesario consenso para la realización efectiva de los auténticos valores democráticos y las libertades ciudadanas.

 


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