Afirmaba Mariano Picón Salas que “…entre los pueblos latinoamericanos, Venezuela es sin duda, uno de los que presentan rasgos más diferenciados y originales. Desde la Independencia, el nomadismo y la movilidad social han sido una de las características más constantes de nuestra vida colectiva…”. Ya desde los tiempos de la independencia, empieza a afirmarse lo que nuestro ilustre historiador conceptúa como “cambiante clase militar”. Los caudillos de la gesta heroica, así como aquellos que se apersonan en la vida pública del país después de 1830, dominan la escena política y fraguan sus colonias de expatriados en las Antillas y en otros países de la región, así como también en Norteamérica y Europa. En paralelo discurrirán la historia “oficial” de cada régimen imperante y aquella que contaban unas cuantas mentes ilustres que adversaban desde el exilio tan reiterados desafueros.

Añade Picón Salas: “…La oposición política no era entre nosotros un juego de partidos y de sutiles conceptos, un desafío de ideas que se resuelve y arbitra en las tribunas del Parlamento…” como había sido en Colombia o en Chile, “…sino un combate cruel y rencoroso en que estaba comprometida la vida…”. El nuestro fue hasta 1908, un enfrentamiento entre dos actitudes irreconciliables de los caudillos decimonónicos y sus partidos armados. La paz del Benemérito General Juan Vicente Gómez, si bien puso fin a las confrontaciones históricas, nos remitió al ostracismo de casi tres décadas de perceptible atraso en muchos ordenes de la vida nacional.

Hoy nos encontramos nuevamente con venezolanos errantes en naciones extranjeras –más de 6 millones, según fuentes calificadas–, también con aquellos que permanecen en el país igualmente agobiados por las circunstancias que entorpecen el honrado desempeño de actividades profesionales y de negocios –hasta la academia, el magisterio y la Iglesia se han visto repetidas veces arrinconados por un ejercicio sesgado y excluyente de la política contemporánea–.

Regresemos al pensamiento de Picón Salas: “…Hacer la patria para los venezolanos de hoy es por eso recogerla en su dispersión; crear entre tantas generaciones beligerantes una posibilidad de acuerdo…”. Se trataría del renovado propósito de encontrar la herencia moral de nuestro país; “…lo que todavía puede hoy actualizarse –como proponía Picón Salas–; lo que no es solo erudición muerta ni ornamento descolorido sino vida bullente, arte lozano, esperanza y destino de nuestro pueblo…”.

Retomar el espíritu de convivencia, de comprensión, de solidaridad, de tolerancia y fraternidad entre los venezolanos de buena voluntad, es tarea que nos compete a todos y cada uno de los ciudadanos de este país extraviado en un conflicto ideológico y partidista que no conduce a nada edificante para la sociedad en su conjunto. Quienes ostentan el Poder Público en Venezuela siguen la tendencia y dictados de una izquierda latinoamericana personificada en la dispensa intelectual que consiste en “…retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene –como apuntaba Jean-François Revel–, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos…”. A ella se añade la dispensa moral que anula toda noción del bien y del mal sobre los actores ideológicos que vienen ejerciendo la función pública –quienes erróneamente creen encarnar al pueblo–. Las víctimas palmarias de semejante actitud han sido la verdad, la honradez y la eficacia en la gestión de los asuntos públicos, como demuestran los hechos. Pero en la acera contraria del acontecer político venezolano, no ha escaseado la complicidad e incluso la complacencia de muchos que al parecer quisieran dejar las cosas como están. Un liderazgo político que ha perdido consistencia y posibilidades en los últimos tiempos –salvo honrosas excepciones, naturalmente–, a quienes se añaden los pragmáticos que formulan excusas inaceptables, convirtiéndose con ello –consciente o inconscientemente– en elementos activos del fracaso histórico que nos envuelve. Ni estamos mejorando como nación, ni tenemos que humillarnos para sobrevivir a los tiempos.

Lo grave del caso es que en Venezuela hemos regresado al previamente referido enfrentamiento entre dos actitudes que hasta ahora se exhiben irreconciliables –también a la diáspora que comprende exiliados políticos y aquellos que rastrean mejores destinos allende los mares–. Con todos sus defectos y errores, el período democrático iniciado en 1958 dio margen a la coexistencia de posturas disímiles, facilitándose una razonable aproximación al consenso –la revancha de las izquierdas radicales alteró esa relativa concordia civil a partir de 1999–.

Corresponde a todos los sectores de la vida venezolana respetar las ideas, las creencias y las prácticas civilizadas de los demás, el punto de partida de un imprescindible reencuentro de voluntades. Para ello es estimable prestar atención a cualquier interlocutor con la debida deferencia y honradez de propósitos, la única manera de perfilar y encaminar consensos perdurables. La dignidad nacional no se consolida sobre partidismos ni sesgos ideológicos excluyentes, antes bien, tiene que cimentarse en una convivencia pacífica, deferente y constructiva de todos los ciudadanos en ejercicio de sus derechos fundamentales.


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