Foto EFE

El impresionante triunfo de Nayib Bukele en las recientes elecciones en  El Salvador y su fuerte apoyo popular originan estas líneas de reflexión. Mucha gente se pregunta si necesitamos en nuestro medio un Bukele, una fuerte personalidad política con claros objetivos y de algún modo, por lo menos por ahora, buenos resultados.

Lo primero que hay que aclararse es que Bukele de acuerdo con los estándares  reconocidos no sería un demócrata, o en todo caso se encuentra en tránsito de convertirse  en dictador. Un consenso universal de los estudiosos de la Política conceptúa a la democracia unida a la idea del Estado de derecho. Me explico, la democracia hoy se entiende como un gobierno limitado, regido por la ley, y de manera especial por una ley superior que llamamos Constitución. Además, el régimen democrático tiene como tarea fundamental  proteger y fomentar los derechos de la persona humana, entre ellos la elección libre de sus gobernantes  que impidan, gracias al principio de la alternabilidad la perpetuación de los gobernantes en el poder. Además, es una democracia pluralista donde actúan con libertad, dentro de la ley, todos los partidos y movimientos que aspiran al poder, sostenida en una sociedad civil libre y abierta, y erige como principio cardinal la división de poderes que impida que una de sus ramas, la rama ejecutiva, imponga sus dictados tanto a la rama judicial como a la rama legislativa. Ese concepto, el concepto moderno de democracia que llamamos liberal, tiene su época de oro de promoción en el planeta entero en los años que siguieron a la segunda posguerra, a mediados del siglo pasado, y que hoy como ayer se encuentra fuertemente jaqueada por regímenes que compiten con ellas, sea autoritarios, sea totalitarios, estos últimos los más peligrosos  pues niegan la libertad del ser humano, lo despojan de sus derechos, y lo someten de formas absoluta a los dictados de los usurpadores que controlan y pretenden perpetuarse en el poder.

Cabría preguntarse el porqué las democracias se derrumban y abren las puertas a experiencias dictatoriales, y terminan los pueblos sufriendo duros procesos de lo cual a la larga terminan arrepintiéndose. Esta pregunta no es fácil de responder, pues cada realidad es distinta y el rol de los factores intervinientes varía de acuerdo con su especificidad. En nuestra Latinoamérica destacaría el tema de la cultura cívica, es decir, no hemos sido capaces de construir una sólida ciudadanía, donde se jerarquicen como valores intangibles  tanto “el gobierno de las leyes por sobre el gobierno de los hombres”, como la jerarquía de nuestra libertad y nuestros derechos, tal como los reconoce la Constitución; pero además hemos sido incapaces de construir instituciones fuertes y respetadas, y de manera particular destacando la relevancia para la defensa del derecho de las instituciones judiciales.

Dos elementos gruesos también destacaría: el cáncer de la corrupción, cuyas políticas para impedirla  han naufragado la mayoría de las veces en buenas intenciones; y la ausencia de vigor de las élites en el compromiso democrático, que exige conductas nobles en defensa del interés general por encima del interés particular de los actores políticos, y que se cimentan  en acuerdos partidarios que estimulen  la gobernanza del régimen político democrático.

La carencia de los elementos señalados alienta el personalismo autoritario de seres humanos que se valen de la metodología democrática para una vez asumido el poder destruirla, lo cual crece con el populismo de dirigentes que perviertes las instituciones en función de sus propósitos de perpetuarse en el poder, desgracia a lo que se suma muchas veces su naturaleza carismática, fortalecida por un pueblo sin ciudadanía conducido irracionalmente hacia su envilecimiento y perdición.

La democracia liberal, no nos engañemos, experimenta una hora difícil, cuyas proyecciones hacia el futuro son difíciles de prever. Lo cierto es que el personalismo autoritario (del cual Bukele no es sino su más reciente manifestación) ha vuelto por sus fueros, y será imposible de contener si no repensamos nuestra visión de la democracia, y cómo salvarla de enemigos cada vez más tenaces.


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