Oh el mundo es un lugar hermoso

para nacer

si no te importan tanto

unas cuantas mentes muertas

en los altos cargos

o una bomba o dos

de vez en cuando

Lawrence Ferlinghetti

 

Estamos a mediados de junio y, prácticamente, a mitad del pandémico, electoral y horrible 2021; es domingo y además 13, número devenido en «12 +1» en botiquines, billares, patios de bolas, mesas de dominó y antros de similar estofa, evitando la automática pega del «mientras más me lo dices más te creo»; sí, es domingo 13 de junio y tal día como hoy, pero en 1231, nació en Lisboa el monje franciscano, predicador y teólogo Antonio de Padua, venerado como santo y doctor de la Iglesia en el orbe católico. Su prédica era notable y podía, leyenda mediante, maravillar y embobar a heresiarcas y apóstatas uña en el rabo. Su  proverbial elocuencia, admirada y alabada por el papa Gregorio IX, le valió los cognomentos de «Arca del Testamento» y «Martillo de los Herejes» En Venezuela es muy querido y reverenciado, especialmente en el estado Lara, en cuyo honor se escenifica, canta y baila el Tamunangue, popular y sincrético festejo ritual  de raíces indígenas, europeas y africanas y más de 4 siglos de antigüedad, también denominado Son de Negros, Banda de Negros, Pangué o Baile de Negros —¿serán estos nombres políticamente correctos?—; y cuando estas líneas cuelguen en la Internet, ya El Tocuyo, Curarigua, Crespo, Morán y, lógicamente, la crepuscular Barquisimeto y pueblos aledaños estarán batallando con el «yiyivamos, la bella, la juruminga, la perrendenga, el poco a poco, el galerón y el seis figuriao». Brindemos por eso. Palomita blanca vení pa’ca: pasemos del folklore y la tradición a los fastos y las circunstancias de la historia patria.

Otro 13 de junio, mas en 1790, nació en Curpa, antes Barinas, hoy Portuguesa, José Antonio Páez, a mi entender uno de los personajes más interesantes de la cruzada emancipadora,  sobre quien Pablo Morillo compuso una memorable frase en respuesta a un iracundo reclamo del rey Fernando VII, a propósito del combate librado en las Queseras del Medio, donde el futuro León de Payara, con apenas 153 hombres derrotó a  1.200 soldados del ejército realista a las órdenes del entonces flamante  Marqués de La Puerta.  Fue ese el choque de la fingida retirada y el famoso ¡Vuelvan cara(jo)s!, y esta la frase en cuestión: «Dadme un Páez, Majestad, y mil lanceros de Apure y pondré Europa a vuestros pies». Ramón Hernández, en entrevista publicada en El Nacional el 12 de mayo de 2019 — «Páez le tenía miedo a la ignorancia» —, lo ponderó «el más civil y civilizado de los presidentes venezolanos del siglo XIX, con excepción de José María Vargas, cuyo nombre quieren borrar los Carujos del siglo XXI y llamar La Guaira a su tierra natal». Si el teniente coronel Hugo Chávez, alienado a un irracional culto al Libertador, no hubiese vomitado tantos infundios y dicterios sobre el Centauro de los Llanos —denuestos producto de una ignorancia supina y una mente contaminada con relatos de míticas hazañas abonadas al inventario vital del  hombre de las dificultades—,  debió haber sido  2021 un «año paecista», en razón del bicentenario de la Batalla de Carabobo —en esta celebrada y épica lid, gracias a su  estelar desempeño, ascendió el «catire» al grado de general en jefe—, a conmemorarse el próximo 24 de junio, día de tambores en Barlovento y de disfraces en el teatro del careo definitivo entre las desgastadas tropas realistas y la soldadesca en alza del  «glorioso ejército forjador de libertades», embrión, según chafarotes nicochavistas, de la fuerza armada nacional bolivariana; génesis sacada de la chistera de los patrañas, a fin de justificar, no por el fuero sino por el huevo, las inmorales prerrogativas concedidas a cambio de los favores recibidos. Sin Páez, Bolívar no hubiese sido Bolívar, afirmó alguien. Y probablemente acertó.

Para no seguir mentalmente confinados en el ámbito doméstico, navegando en las aguas poco profundas de un pasado de consolación, tal  hace el régimen de facto, y sin perspectivas de un futuro mejor, abordemos el presente, aunque ello suponga mirar de reojo a través del espejo retrovisor, a fin de apuntalar nuestra opinión en torno al cabeza a cabeza de unos comicios en los cuales los peruanos se vieron obligados a optar, en segunda vuelta, no por el mejor, sino por el menos malo de los candidatos. Tal siempre sucede en estos casos, ganadores y perdedores se aferran a  falacias diversas — juicios aparentemente verdaderos, pero falsos de toda falsedad—, arma temible y terrible en boca de demagogos y charlatanes, sobre todo cuando se apela a la presunta superioridad moral o intelectual de una autoridad y a partir de ella elaborar el razonamiento discursivo (magister dixit), o al presunto ingenio del pueblo (falacia ad populum). En este apretado espacio nos referiremos solo a dos de estos argumentos, quizá los más difundidos y conocidos.

La primera alegación la debemos al teórico político y filósofo saboyano Joseph de Maistre, máximo representante de las ideas reaccionarias adversas a la Ilustración y, ergo, a la Revolución francesa; se trata de una infame aserción elevada o disminuida al rango de frase lapidaria, según la cual “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Y la adjetivamos infame porque con la misma y un arrogante desprecio a las masas, se culpabiliza a estas de los desaguisados de quienes las conducen. Acaso debamos invertir los términos porque, en el fondo, quien gobierna siempre cree hacerlo para un pueblo a su medida y, naturalmente, sumiso. La segunda, menos inicua, pero tan perniciosa como la anterior, «el pueblo nunca se equivoca» es atribuida a Juan Jacobo Rousseau. Dudamos de su autoría. Si el autor de El contrato social teorizó en torno a la infalibilidad del soberano, lo hizo seguramente con la idea de precisar la fuente de emanación del poder. Le parecía prudente privilegiar la voluntad colectiva sobre la individual; no obstante, salta a la vista el sesgo lisonjero de la frasecita. Su validez, en nuestra región, la contradicen los sucesivos yerros de la ciudadanía en la escogencia de sus dirigentes: Perón, Fidel, Chávez, Ortega, Morales, Bolsonaro, López Obrador. En escenarios distantes, la sola mención de Hitler, Mussolini, Franco, Salazar y otros iluminados sería suficiente refutación. El Perú no se merece ni a Keiko ni a Castillo. Y sí: los peruanos, se equivocaron de plano en la primera vuelta. Allí perdió y se jodió de nuevo el Perú, ¡ay, Zavalita! Podrían los descendientes de incas y virreyes desfacer el entuerto integrando un poder oligopólico, alternándose  en el ejercicio presidencial cada 30 días. ¿A quién le tocaría primero? ¡Cara o sello!

Se habla del pueblo y nunca se le consulta; a lo sumo se le exige votar a objeto de cambiar para que, en sentido gatopardiano, todo continúe igual. En Suiza, una negociación dirigida a suscribir un «Acuerdo de Salvación Nacional» sería sometida a referéndum consultivo. No somos suizos, dijo Manuelito Peñalver y ya usted ve: caímos de culo. Y, para concluir, el diálogo pendiente y la pereza me compelen a la reiteración y el autoplagio.

De acuerdo con Umberto Eco, «la rosa es una figura simbólica tan densa que, por tener tantos significados, ya casi los ha perdido todos» (Apostillas a El nombre de la rosa, 1985). Es así: por manosearlos en demasía, los conceptos terminan vaciándose de contenido. Igual sucede con asertos endilgados a alguna celebridad. El (ab)uso excesivo los condena a la futilidad. Pasa mucho con Cervantes y el Quijote. Con frecuencia se ponen en boca de este palabras nunca proferidas. «Deja que los perros ladren, Sancho amigo, es señal de que vamos avanzando» es ejemplo de esas inautenticidades. La cita y sus variantes (he contabilizado al menos una decena) es a veces adjudicada a Goethe y otras a Rubén Darío; hay quienes se la endosan a Miguel de Unamuno. Tampoco aparece en la magna obra del escritor complutense la ya tópica frase «Con la iglesia hemos topado». No con la pretensión de quienes la citan. Al releer con atención el capítulo «Donde se cuenta lo que en él se verá» (noveno de la segunda parte), no hallaremos metáforas alusivas al poder eclesial, sino referencias a un alcázar asumido por el delirante manchego como residencia de Dulcinea. Caballero y escudero se encontraron con «la iglesia principal del pueblo»; un templo pueblerino; no con Roma, no con la Cruz Verde del Santo Oficio. Quienes sí hemos topado con una iglesia, la socialista del siglo XXI, somos los venezolanos, y en nombre del Todopoderoso, las Tres Divinas Personas (Simón, Fidel y Hugo) y 11.000 improbables vírgenes rojas —¡vaya desperdicio!— ofrendamos sacrificios en el altar del diálogo, pidiéndole milagros inesperados a santos viejos y pecadores contumaces. Ya veremos cuáles portentos nos depara el debate. De llegar a producirse, claro: la fe podría (re)mover hasta el Cuartel de la Montaña. Y es todo, ¡por ahora!; aquí sigo, en medio de la mitad del medio del mes sexto del año 2021, musitando versos… ¿del Tamunangue? —«Yo no canto porque sé /Ni porque mi voz es buena / Canto porque soy alegre / En mi tierra y en la ajena»—, y esperando a Godot con la jeringa, me pregunto: ¿habré aprobado el examen semestral?

 


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