Las páginas de opinión de la prensa mundial, y muy especialmente de la europea, se preguntan todos los días sobre las consecuencias de la guerra.

El discurso de Josep Borrell en la reciente Conferencia Anual de Embajadores de la Unión Europea deja pistas para la reflexión de todos. El alto comisionado de la UE para Asuntos Exteriores propone como metodología identificar los problemas a partir de las preguntas sobre los qué y los cómo y afirma la voluntad de trabajar sobre ellos.

Las respuestas a los qué le permiten identificar que “enfrentamos un mundo de incertidumbre radical”. Los europeos, dice, “sufrimos las consecuencias de un proceso que lleva años en el que hemos desvinculado las fuentes de nuestra prosperidad de las fuentes de nuestra seguridad”. Alude así, por una parte, a la dependencia energética respecto del gas ruso y al acceso al gran mercado chino, para exportaciones e importaciones, inversiones y transferencias tecnológicas. Y alude, en segundo término, a la delegación de la seguridad europea en Estados Unidos.

Las megatendencias que darán forma a nuestro mundo, resume Borrell, son básicamente tres: una multipolaridad desordenada ―competencia entre Estados Unidos y China, lucha entre democracias y autoritarismos, presencia de potencias intermedias, Estados oscilantes―; un mundo competitivo animador de una lucha global por el acceso a dominios estratégicos ―energía, inversiones, información, flujos migratorios, datos, etc.―, y la presencia de crecientes corrientes de nacionalismo, revisionismo y políticas de identidad. Sea cual sea el final de esta guerra en curso, algunas conclusiones inmediatas de Borrell apuntan a la necesidad de avanzar en acelerados programas de transición y de independencia energética y tecnológica, por una parte, y de “asumir dentro de la UE una mayor parte de nuestra responsabilidad para garantizar la seguridad”.

En el «cómo» propuesto por Borrell la postura europea debería traducirse desde ya en “pensar más políticamente, ser más proactivos, escuchar más, tener más empatía, reconocer las identidades que están surgiendo y que reclaman ser reconocidas y aceptadas y no ser fusionadas dentro del enfoque de Occidente. Nuestra lucha es intentar explicar que la democracia, la libertad no es algo que se pueda cambiar por prosperidad económica o cohesión social. Ambas cosas tienen que ir juntas.”

Dando por sentado que la primera víctima de toda guerra es la confianza y que ninguna guerra deja las cosas como solían ser ―en lo económico, en las relaciones internacionales, en las instituciones― las consecuencias de este conflicto para Europa llevarán, según Pol Morillas, director de CIDOB, centro barcelonés de investigación para asuntos internacionales, a preguntarse de nuevo por el papel de Europa. Afirma entre otras cosas: “La OTAN y Estados Unidos necesitarán a la UE como componente político adicional de sus capacidades militares y de defensa. La UE deberá emprender el camino de su reforma para convertirse en una unión más flexible, con instituciones y decisiones más funcionales. La autonomía estratégica no será solo sobre seguridad y defensa, sino que deberá sustentarse en elementos que recobrarán importancia: el poder digital, verde y comercial”.

Sumidos en nuestra propia y patética realidad, no atendemos en Venezuela las nuevas condiciones y los nuevos requerimientos de un mundo en cambio acelerado. Ni nuestro gobierno, ni nuestras instituciones hacen otra cosa que sobrevivir a las adversidades domésticas, que son muchas, pero el pensamiento estratégico no existe. La vista de nuestro aislamiento y de las nuevas dependencias que han surgido, o de las que se han afianzado, debería hacer más imperiosa la necesidad de pensar nuestro propio futuro y de alinearlo con los valores de la libertad, la democracia, el crecimiento y el bienestar colectivo, como bien dice Borrell.

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