Foto: diarioronda.es

Si eres creyente sabes de sobra cómo y cuándo va a sonar en tu interior la llamada del rito. Llueva o no, te enfundarás la túnica de nazareno, o tu mejor vestido, o el terno azul de los domingos, y saldrás en busca de ese gesto de perdón que atisbas en la expresión compasiva de tu Cristo mientras sientes la cosquilla de ausencia de los seres queridos que la vida fue dejando por el camino, los que te llevaron de la mano a ver tus primeras procesiones y te enseñaron a descifrar el significado de los símbolos que tú mismo has transmitido después a tus hijos. Acaso reces una plegaria al paso de un palio o te estremezca un suave escalofrío al ver acercarse en la oscuridad la cruz de guía al frente de un cortejo de cirios que parecen brotar del fondo de los siglos. Y las calles de tu ciudad, el escenario cernudiano del edén perdido, serán para ti el templo vivo en cuyas fachadas se proyectarán las sombras sagradas que vienen a revelar el sentido de tu compromiso.

Si eres agnóstico, sólo tienes que dejarte llevar por el itinerario secreto donde la historia, la cultura y la piedad del pueblo han dejado la impronta memorial del tiempo. Abrir tu espíritu al prodigio plástico que la Semana Santa despliega con la precisión y la puntualidad de un reencuentro perpetuo. Aspirar el perfume del azahar y del incienso, buscar en medio de la madrugada, entre algún claro de la luna de Pascua, ese momento en que una cofradía de negro desfile ante ti haciéndote sentir por dentro el peso del silencio. No hace falta que entiendas la estructura profunda del misterio, ni que confíes en la resurrección de los muertos, ni que compartas el mensaje trascendente de la redención por el sufrimiento. Basta con que captes la potencia emocional de ese retorno colectivo a un paisaje de recuerdos evocados en torno a un relato penitencial de colosal alcance ético.

Y si te cuesta creer, si tienes más esperanza que fe o albergas más dudas que certezas, quizá te venga bien mirar de frente a los ojos de cierta efigie de madera, el leño de clavel carbonizado del poema de Juan Sierra. Ir a su encuentro en la penumbra de una iglesia o en la alta noche atravesando la ciudad insomne con la Cruz a cuestas como si flotase sobre un mar de cabezas, y pararte a esperarlo lo más cerca que puedas mientras en un balcón suena el quejío desgarrado de una mujer que canta, lanza más bien, una saeta. Entonces, por acostumbrado que estés, por más que hayas vivido tantas veces sumergido en ese efímero turbión de belleza que se precipita a tu alrededor cada primavera, es probable que tu conciencia se remueva como si una corriente eléctrica te empezase a subir por la médula. No resultará suficiente para asentarte ninguna convicción capaz de imponerse del todo al desasosiego de la descreencia, pero puede tratarse de lo más parecido a un instante de eternidad que vayas a vivir en la tierra.


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