Foto Abraham Tovar

Escribí con lágrimas un libro sobre mi mujer Belén y encontré en Gisela Capellini una excelente editora que convirtió los textos en un libro realmente hermoso con portada sublime. Para decirlo de manera inmodesta: ¡un éxito editorial! Lo más asombroso ocurrió en el acto de presentación del libro en el Trasnocho Cultural gracias a la preocupación de Katyna Henríquez, gerente de la librería El Buscón y de José Pisano, a quien aprecio mucho. Fue un desbordamiento humano que reveló no sólo el afecto que me profesa sino

 

el interés que pudiera provocar la edición del libro y su escritura; algo al parecer inusitado porque nunca antes un acto similar había congregado tantas personas. Ocurría que era la primera vez, al menos en la literatura venezolana, que un marido escribe no un poema sino un libro a su mujer. Y reiteré que no se trata de una novela ni de un ensayo sobre el ballet en Venezuela sino de un poema de amor. Su título, Lo que queda en el aire, se desprende de una vieja definición del ballet dicha por alguien cuyo nombre ignoro: «El ballet es lo que queda en el aire después de que el bailarín pasó por él» y ciertamente, en este caso, lo que permanece en él es Belén Lobo, mi mujer fallecida hace algunos años.

Desde mi lugar, vi en los asistentes al país que tanto amo y del que no creo que vaya a desertar porque tengo helechos que cuidar y un invalorable tesoro cultural que defender. Además, confesé esa tarde ante el volumen de afectos allí reunidos que todos ellos, es decir, cada uno de ellos a su manera, me han enseñado a vivir. Conozco a muchos y puedo dar prueba de lo que digo, pero a otros me basta con su presencia y descubrí algo realmente valioso con este libro; descubrí que, en efecto, soy escritor porque escuché la bella música que se oculta detrás de las palabras. Buen o mal escritor, pero no debo ser tan desatinado porque solo los que se glorifican con el lenguaje escuchan esa música inaudible; el sonido que tanto anhelaba escuchar Gustav Flaubert cuando leía en voz alta lo que escribía. Cuando  sentía de pronto que algo tropezaba en la música que producía su voz, Flaubert se oscurecía, acusaba a una determinada palabra y se lanzaba frenético a buscar le mot juste que debía sustituir a la palabra inexacta para enderezar armoniosamente el discurso de sus textos.

Siento que a mi avanzada edad estoy naciendo de nuevo, que toda mi vida hasta el presente ha sido como un ensayo de la nueva vida que me está esperando allí mismo, frente a la puerta de mi casa. No es la muerte la que me espera abrigada en su sudario, sino la naturaleza de la vida que me ha hecho humano.

Bautizo del libro Lo que queda en el aire

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