Foto AFP

Un buen día de 1971, en plena efervescencia de la Guerra Fría, el líder comunista chino, Mao Zedong, cursó una invitación oficial para visitar China, a la delegación de tenis de mesa de los Estados Unidos que se encontraba en la ciudad japonesa de Nagoya, disputando el 31º campeonato mundial de la especialidad. Detrás de este curioso hecho, enmarcado en lo que se conoce como la diplomacia del ping-pong, hubo una serie de fascinantes anécdotas a las que, lamentablemente, no podemos referirnos por obvias razones de espacio. Baste con decir que el 12 de abril de aquel ya lejano año, un equipo norteamericano se convirtió en la primera delegación oficial que pisaba esa tierra oriental desde la proclamación de la República Popular China (RPC), en 1949. Ninguno de los jugadores imaginó entonces que su visita representaba el preámbulo del encuentro histórico, entre Mao Zedong y el presidente Richard Nixon, en febrero de 1972.

Para algunos historiadores y analistas, la visita de Nixon a China, y la retribución correspondiente de Mao Zedong, dos meses después, inauguraba una etapa que ponía fin al aislamiento internacional al cual había estado sometida la RPC desde su irrupción, en 1949. Un juicio ajustado a la lógica internacional de la época nos muestra un sentido práctico de aquellas aproximaciones. Por un lado, en ese marco de la Guerra Fría, Estados Unidos estaba embarcado en una lucha por la preponderancia y hegemonía del bloque capitalista y de democracia liberal que lideraba, frente a la otra super potencia comunista, la Unión Soviética, a la que pretendía aislar de alguna forma, sirviéndose de su planificada alianza con la China de Mao. Esto servía obviamente al propósito de fortalecimiento de su posición en el tablero geopolítico mundial. Además, había otro objetivo más a corto plazo para la administración Nixon que, atrapada en el conflicto de Vietnam, pretendía de alguna manera buscar vías de cooperación y entendimiento con China que pudieran poner fin “dignamente” a una guerra ideológica que cada día iba erosionando más su imagen. Por supuesto, esta presunción jamás se materializó.

Por otra parte, iguales razones pragmáticas y hasta existenciales llevaron a la RPC a un entendimiento estratégico con Washington. El pacto comunista entre Mao Zedong y Iósiv Stalin, fraguado a principios de los años cincuenta, y que había insertado a China en la órbita soviética, se fue deteriorando poco a poco hasta producirse un rompimiento con la línea del Partido Comunista ruso. Aquí se habla de diferencias en la aproximación e interpretación de los postulados marxistas-leninistas, años después, entre el mismo Mao Zedong (maoísmo) y Nikita Khruschev. Debido a estas diferencias, ya para 1959, Moscú había retirado la ayuda a Pekín, y un acuerdo entre China y Albania en 1962, hacía más patente la confrontación entre los dos regímenes. Mao quería un espacio de mayor independencia dentro del mundo comunista, mientras que el Kremlin pretendía seguir viendo a China como otro más de sus países satélites. Además, en 1969 se produce el punto de mayor fricción, al desatarse un enfrentamiento armado entre la URSS y la RPC en el río Ussuri, por cuenta de una disputa territorial.

Mientras tanto, China había estado prácticamente en guerra durante los años cincuenta y sesenta con la mayoría de sus vecinos, una circunstancia que había contribuido a su creciente fragilidad y desgaste, y que, de no haber sido por su alianza estratégica con la Unión Soviética de años precedentes, la habría enfrentado a un conflicto directo con los Estados Unidos. De allí la importancia estratégica y existencial de una alianza con Washington en aquel momento.

Es en ese marco de acontecimientos favorable a Estados Unidos -con el trasfondo conveniente de un cisma del comunismo mundial-, que se impone la diplomacia del ping-pong. La historia es conocida. Con la cumbre entre Nixon y Mao Zedong de febrero de 1972, se dio paso a la normalización de las relaciones bilaterales, siendo el punto culminante la visita a Washington de Deng Xiaoping, en enero de 1979, oportunidad en la que se firmó el Comunicado Conjunto sobre el Establecimiento de Relaciones Diplomáticas entre Estados Unidos y la República Popular China. A partir de ese momento, el régimen comunista chino se comprometía a una apertura económica y reformista que la condujo a ese extraordinario desarrollo sostenido desde los años 80, que ha convertido hoy día a China en una de las dos super potencias del planeta.

¿Una doctrina Pompeo?

Antes del gobierno de Donald Trump, algunas opiniones de analistas convenían en señalar que, más allá de la complejidad de la agenda bilateral y de asuntos globales, las relaciones entre Estados Unidos y China no debían ser vistas necesariamente bajo el prisma del enemigo a temer y vencer a muerte, sino más bien ver a los dos países como competidores en ciertas áreas y socios necesarios en otras tantas. Sin embargo, la visión de Trump desde el inicio de su gestión, en enero de 2017, fue la de concebir su relación con China como una confrontación estratégica por la supremacía mundial. Bajo su mandato, se hizo mucho más patente el énfasis en áreas de discordia, que iban desde la guerra comercial y tecnológica, hasta acusaciones basadas en hipótesis conspirativas que atribuyen a China la responsabilidad del caos mundial actual generado por la crisis del coronavirus.

Es así como en julio de este año, las declaraciones del secretario de Estado, Mike Pompeo, irónicamente en la entrada de la Biblioteca y Museo Presidencial Richard Nixon, en California, fueron vistas como un intento de echar por tierra uno de los principales legados del expresidente de Estados Unidos y de su secretario de Estado, Henry Kissinger: la política de acercamiento a China. Las palabras de Pompeo deben ser interpretadas como parte de ese escalamiento de las tensiones que procuró siempre la administración Trump en su relacionamiento con la RPC. Para Pompeo, la política de acercamiento del dúo Nixon-Kissinger debe considerarse como un “fracaso” y ser olvidada para siempre. Insistió en que “es hora de que las naciones libres actúen (…) Si el mundo libre no cambia, la China comunista nos cambiará”. El Secretario de Estado remarcó que el mundo se enfrentaba a un poder cada vez más autoritario y agresivo, que merece la desconfianza de la comunidad democrática internacional.

Por supuesto que los señalamientos del señor Pompeo deben ser vistos en el contexto de la estrategia de campaña presidencial de 2020, pero, como bien algunos analistas han indicado, es probable que “…este discurso tenía la intención de articular y establecer una doctrina a largo plazo para las relaciones entre Estados Unidos y China que debe durar años o décadas”. Después de todo, un hecho que no deja de ser objetico es que el poder, sobre todo económico y tecnológico, alcanzado por China, permiten al gobierno actual de Xi Jinping, apartarse del camino de la reforma política prometida en 1979, por su antecesor, Deng Xiaoping.

No son pocos los que observan en las condiciones que rodean las relaciones actuales entre las dos super potencias el preludio de una suerte de reedición de la guerra fría. El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, advirtió en septiembre pasado, con ocasión de su participación virtual durante el 75ª período de sesiones de la Asamblea General de la ONU, que “El mundo no se puede permitir un futuro en el que las dos mayores economías dividan el mundo en una gran fractura, cada una con sus propias reglas comerciales y financieras, y su propio Internet y capacidades de inteligencia artificial. Una división económica y tecnológica implica el riesgo de llegar a una división geoestratégica y militar. Debemos evitar eso a toda costa”. Muchos otros líderes mundiales han expresado su preocupación por el peligro que puede representar para la estabilidad mundial, la rivalidad entre Estados Unidos y China. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, en su mensaje a los países miembros de la ONU, lo resumió así: “No se puede dejar al mundo a merced del pulso entre las dos potencias”.

Al margen de estas preocupaciones, si bien la relación entre Washington y Pekín presenta visos de una competencia global con los riesgos de rigor que ello implica, y no exenta de un cierto nivel de desconfianza, es muy pronto para aseverar que nos dirigimos a un nuevo escenario de guerra fría. Estrictamente hablando, las condiciones que rodearon la experiencia del siglo XX distan mucho de las presentes. Por una parte, los componentes político-ideológico y militar marcaban la pauta en aquella bipolaridad, muy por encima de las consideraciones económicas de hoy día. Existía lo que se conoce como una narrativa disuasoria de mutua destrucción nuclear. Hoy día, en medio del legado incuestionable de la globalización, es muy difícil imaginar a las naciones tomar partida hacia uno u otro de los potenciales polos dominantes, tal como ocurrió durante la guerra fría. Esta misma semana de finales de diciembre, por ejemplo, la Unión Europea, aliado estratégico de los Estados Unidos, se encontraba ultimando un acuerdo de inversiones con China, en lo que podría ser considerado “el pacto económico más ambicioso jamás firmado por Pekín con cualquier país o bloque…”

En los tiempos que corren, más allá de los grandes conflictos en el campo de la tecnología y los sistemas informáticos, asociados, entre otros, a temas como el desarrollo de la red 5G y denuncias de espionaje industrial y tecnológico, no hay duda acerca de la interdependencia económica entre Estados Unidos y China. Como muestra: entre enero y octubre de este año, China se constituyó en el primer socio comercial de Estados Unidos. En ese período, los dos países acumularon un comercio de productos de 444.500 millones de dólares americanos. Una realidad que nos enseña la dimensión de los intereses en juego ante la preocupación de analistas que hablan ya de los peligros de un desacoplamiento de los dos países en los campos económico-financiero y del conocimiento y la información, como embriones del posible surgimiento de otra era bipolar.

La doctrina Pompeo de confrontación con China, no debe ser del todo descartada, pero a juzgar por las expectativas que ha generado la nueva administración demócrata de Joe Biden, es posible un escenario en el que por los momentos Washington siga aceptando el ascenso inevitable de China como superpotencia, al tiempo que la nomenclatura china pueda, al menos, mostrar garantías de que ese ascenso no implicará desafío alguno a los intereses vitales de los Estados Unidos. El presidente Xi Jinping, declaró en el reciente debate general de la Asamblea General de la ONU que su país “no tiene la intención de librar ni una Guerra Fría ni una caliente con ningún país”. ¿será?


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