Tal parece que Joe Biden no pretende olvidar aquel eslogan de su campaña electoral de: “Estados Unidos está de regreso”.

En estos primeros meses de su mandato, y en tanto que digno representante del partido demócrata, muy rápido ha acudido a los siempre limitados instrumentos que le proporcionan los cada vez más desacreditados espacios multilaterales. Y es que es evidente que una nueva luna de miel de la administración estadounidense con la familia de las Naciones Unidas pareciera estar en su mejor momento, a despecho de su predecesor y mayor crítico, Donald Trump.

La decisión de retornar a la Unesco, y su reciente elección al Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, el pasado 14 de octubre, son mínimas pruebas de la determinación de Biden de recuperar espacios perdidos, particularmente respecto a su más temible contendor global: China.

En ese afán de reposicionarse como primera potencia mundial, sigue siendo claro para Estados Unidos que el mundo ideal, ese cuento de hadas que recorre los pasillos de las distintas sedes y agencias de las Naciones Unidas, es solo posible –y, eso sí, como parte de los objetivos e intereses de los Estados– cuando se logra incorporarlo a los más palpables trajines de la Realpolitik.

La molestia en el zapato

Como parte de ese enfrentamiento geopolítico y geoestratégico global entre Estados Unidos y la República Popular China, el secretario de Estado, Antony Blinken, señaló en un comunicado del pasado martes 26 de octubre: “Alentamos a todos los Estados miembros de la ONU a que se unan a nosotros para apoyar la participación sólida y significativa de Taiwán en todo el sistema de las Naciones Unidas y en la comunidad internacional”.

Fácil es imaginar el rubor y la iracundia de las altas autoridades chinas ante tales “despropósitos”, justo al cumplirse 50 años de la incorporación de la República Popular China como miembro de pleno derecho de las Naciones Unidas. Irónicas e intencionadas declaraciones del jefe de la diplomacia de los Estados Unidos que persiguen, por supuesto, enviar un claro mensaje.

Un poquito de historia 

La Resolución 2758 de la Asamblea General de la ONU, aprobada el 25 de octubre de 1971, reconoció a la República Popular China como “el único representante legítimo de ese país ante las Naciones Unidas”, expulsando con ello, a los representantes de la entonces República de China (Taiwán) del puesto que ocupaban legalmente en la organización, desde su creación en octubre de 1945.

La Guerra Civil de 1949 arrojó como resultado la victoria del Partido Comunista Chino de Mao Tse-tung sobre el Partido Nacionalista (Kuomintang), liderado por Chiang Kai-Shek, cuyos seguidores, autoridades y fuerzas de combate tuvieron que replegarse eventualmente en la isla de Taiwán. Esto abrió paso en aquella circunstancia a la existencia de una China dividida en dos Estados.

Si bien el gobierno de Estados Unidos, máximo representante del bloque Occidental-Capitalista durante ese período de la llamada Guerra Fría, había estado convencido en un principio de otorgar al gobierno de Mao Tse-tung la representatividad de China en las Naciones Unidas, ciertos eventos como el estallido de la guerra de Corea en 1950, que sumaban a las preocupaciones sobre la peligrosa propagación del comunismo en el mundo, lo llevaron a apoyar y sostener la presencia de la China Nacionalista (Taiwán) en el sistema de la ONU.

La consolidación del régimen comunista chino, y la dinámica de un sistema internacional que, ya avanzada la década de los años sesenta, reflejaba en el seno de las Naciones Unidas el surgimiento de una mayoría tercermundista, comenzaban a ejercer una gran presión para un cambio a favor de la República Popular China. Una realidad que ya era aceptada por la administración estadounidense y que tuvo su expresión culminante en la adopción de la citada Resolución 2758 (24.10.1971) sobre la “restitución de los legítimos derechos de la República Popular de China en las Naciones Unidas”.

El premio de consolación para Washington: ya desde principios de la década de los años sesenta, Pekín había roto con la línea comunista soviética (cisma ideológico chino-soviético), lo que abría la oportunidad para un reacomodo de las relaciones y contrabalanza del poder de una estructura internacional dominada en ese entonces por la bipolaridad. Estados Unidos necesitaba una “alianza relativa” con la RPC en su confrontación con la Unión Soviética, sobre todo por el descalabro que implicaba su inminente derrota en Vietnam.

En ese marco se inscribió la llamada diplomacia del Ping Pong que, comenzando con un intercambio entre las delegaciones deportivas de Estados Unidos y la República Popular de China (abril de 1971) sentó las bases para el descongelamiento de las tensiones entre los dos países y la histórica visita del presidente Richard Nixon, en febrero de 1972 (retribuida por Mao Tse-tung meses más tarde), para culminar con el posterior restablecimiento de las relaciones políticas y diplomáticas en 1979.

De vuelta al futuro

Es obvio que la exhortación hecha por el secretario de Estado, Blinken, responde esencialmente a una retórica de confrontación. Es un recordatorio de la alianza estratégica entre Estados Unidos y Taiwán ante las amenazas permanentes de la RPC, que en los tiempos presentes –más allá de los pactos bilaterales– se inscribe en la prioridad número uno que Washington le asigna a la región Indo-Pacífico.

La agenda de seguridad y de política exterior de Estados Unidos durante 2021 confirma esta nueva aproximación estratégica.

En medio del retiro de las tropas estadounidenses de Afganistán este año, considerado como el símbolo de una derrota equivalente a la experiencia de Vietnam, la administración Biden –empeñado en mejorar su imagen- se puso a trabajar inmediatamente enviando a su vicepresidenta, Kamala Harris, a una gira por el Sudeste Asiático (finales de agosto 2021), con el obvio propósito de contrarrestar la influencia china. En esa oportunidad, el mensaje de Harris fue claro: “El Sureste Asiático y el Indo-Pacífico son de una importancia crítica para la seguridad y prosperidad de los Estados Unidos”. La visita de Harris había sido precedida un mes antes por el periplo que realizara a Singapur, Vietnam y Filipinas, el secretario de Defensa, Lloyd Austin.

Ya en marzo de este año, el propio presidente Biden, en el marco de su apuesta por las alianzas en Asia como contrapeso a China, celebró una cumbre virtual con sus homólogos del llamado grupo Quad (Australia, Japón, la India, Estados Unidos), oportunidad que sirvió para abogar por un ámbito Indo-Pacífico libre y abierto, y sentar las bases para una cooperación mayor en materia sanitaria, particularmente como contrapunto a la diplomacia de las vacunas (coronavirus) de China. Estos y otros compromisos asumidos por los socios del Quad fueron revisados y ratificados en una reunión presencial, celebrada el 24 de septiembre de este año, en la ciudad de Washington, por invitación de Joe Biden.

Respondiendo a los mismos objetivos, Joe Biden anunció, a mediados de septiembre, la creación de un acuerdo estratégico de defensa entre Australia, Reino Unido y Estados Unidos, en la región Indo-Pacífica, identificado por sus siglas AUKUS, que, nuevamente, busca contrarrestar la activa influencia de China en esa parte del mundo, particularmente su creciente despliegue militar en el disputado mar de China Meridional, y, por supuesto, la presión sobre su mayor punto de honor: Taiwán.

Mientras tanto, la República Popular China, haciendo gala de su paciencia milenaria, ha seguido cuestionando las aproximaciones de Washington y sus socios como actos de provocación que, según, no contribuyen a la paz y la estabilidad de la región del Indo-Pacífico. Por otra parte, resulta claro que para el régimen de Xi Jinping poco importan las razones “prácticas” de un mayor protagonismo de Taiwán en el concierto internacional esgrimidas por el jefe de la diplomacia estadounidense. La isla nunca dejará de ser un objetivo político-territorial y hasta existencial para la RPC. Razones históricas, demográficas y culturales tienen su peso lógico ante la dinámica de la geopolítica global.

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