A menos de dos meses del inicio de la presidencia de Joe Biden, uno de los focos del debate se centra en lo que habrá de ser la nueva orientación en política exterior y de seguridad de la Casa Blanca. Ya durante la campaña electoral, los equipos de asesores del partido demócrata dieron a conocer la consigna fundamental: “Estados Unidos está de vuelta, listo para liderar…por el poder del ejemplo”. La pregunta de rigor que nos asalta: ¿contará la nueva administración estadounidense con las potencialidades, capacidades y vocación suficientes para liderar y recuperar espacios de preponderancia perdidos, particularmente, en medio de una coyuntura de crisis sanitaria, y de un sistema internacional multipolar de relaciones que se revela, cada vez más, teñido de caos y desorden?

Lo primero que percibe un observador común después de varios meses de trajinar con la pandemia del coronavirus es la ausencia de un frente global de coordinación política, de un liderazgo aglutinador de consensos mínimos, que permita la adopción de una estrategia mancomunada para atender la emergencia sanitaria, transferible al resto de la comunidad internacional. Presenciamos, en lugar de ello, un perturbador mundo del “sálvese quien pueda”, en el que los países llamados a liderar se dan las espaldas, y actúan guiados por sus propios intereses y presiones internas. Hablamos, pues, de una situación puntual que es reflejo de la incapacidad, siempre presente, de los principales centros de poder de asumir juntos, de manera efectiva y prioritaria, la agenda de los grandes desafíos globales.

El tema del liderazgo mundial es esencial para entender el estatus actual de caos y desorden en el cual nos encontramos. Con el final de la guerra fría, oficialmente registrado a partir de la caída del Muro de Berlín (1989) y la desintegración de la Unión Soviética (1991), se inauguraba un orden mundial que descansaba en la hegemonía y liderazgo de Estados Unidos como superpotencia única; un orden mundial que demostró, en menos de dos décadas, su inviabilidad. En efecto, con los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, que abrieron paso a la puesta en práctica, por parte de Washington, de una prepotente Doctrina de Seguridad Nacional con implicaciones planetarias —y sobre la cual se sustentó, primero, la guerra de Afganistán, de octubre de 2001, y, posteriormente, la invasión a Irak, en marzo de 2003— comenzaba a erosionarse el liderazgo y hegemonía de los Estados Unidos, que dejaba en la región del Medio Oriente un legado de violencia desbordada en forma de insurgencia y conflictos sectarios, hoy día aun presentes.

Ya en la segunda presidencia de George W. Bush (2004-2008), Washington comenzaba a sentir el peso de una responsabilidad de gendarme que le iba quedando muy grande, a la par del posicionamiento progresivo, pero seguro, de otros centros de poder: Rusia, China, y otros países como Irán, Turquía, Cuba y la Venezuela de Hugo Chávez, que se iban agregando como factores desestabilizadores de un orden en plena transformación. En el propio patio trasero de Estados Unidos, el giro hacia la izquierda de un gran número de países, con Chávez, la Argentina de los Kirchner y el Brasil de Lula da Silva, a la cabeza, se configuraba un polo antiimperialista que aportaba a la causa multipolar. Así, por ejemplo, la iniciativa estadounidense de un Área de Libre Comercio continental era derrotada en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, en 2005; prueba de la pérdida de liderazgo y hegemonía de Estados Unidos.

Las administraciones de Barack Obama (2009-2012 y 2013-2016) se plantearon como objetivo la reconquista de un liderazgo basado en la construcción de coaliciones. En esencia, la implementación de una suerte de doctrina guiada por la premisa de las cargas y responsabilidades compartidas en materia de seguridad y política exterior con sus aliados internacionales. Un liderazgo que, como toda administración demócrata, quiso basarse en un mayor apego a las instituciones multilaterales y a los pactos internacionales.

Joe Biden: ¿en busca de un liderazgo perdido?

No hay dudas de que la gestión de Joe Biden significará un cambio de dirección de las relaciones de Washington con el resto del mundo, en contraste obvio con el enfoque de Donald Trump, basado en la premisa de: “Estados Unidos primero”. Más allá de las ideas frescas que puedan esperarse de cualquier nuevo gobierno, es muy seguro que el próximo inquilino de la Casa Blanca se plantee como objetivo primario la evaluación y restauración de muchas de las políticas llevadas a cabo durante la era Obama. Podemos hablar, tal vez, entre otros aspectos, de un retorno gradual de Estados Unidos al Consejo de Derechos Humanos de la ONU, la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Unesco. Por otra parte, nada parece impedir que los términos del Acuerdo de París sobre Cambio Climático sean de nuevo honrados por la nueva administración.

Así mismo, es previsible un mayor acercamiento de Washington a sus aliados tradicionales, particularmente Europa, con cuyos pares Donald Trump ha mantenido una política de roce y reproche, al considerarlos un bloque dominado por el progresismo y el globalismo mundial. Las relaciones con América Latina y el Caribe, pudieran tomar otros derroteros, sobre todo en lo que respecta a la aproximación de temas como Cuba y Venezuela. Se espera una política de apaciguamiento como la registrada durante la presidencia de Barack Obama, que incluya la revisión de ciertas sanciones impuestas durante los últimos cuatro años, y un retorno al acercamiento diplomático con Cuba, lo cual podría significar un segundo aire para los regímenes de Caracas y La Habana.

Respecto al Medio Oriente, debemos esperar con cautela, la revisión de la decisión de Trump de dar al traste con el Pacto Nuclear con Irán, de 2015, aproximación que tendría mayor viabilidad una vez que las relaciones con Europa retomen su tinte de mayor acercamiento. Con Biden en el poder, Rusia seguirá representando ese factor de perturbación que tanto contribuye al actual sistema internacional de desorden y caos, y contra el cual no se esperan cambios trascendentales en las políticas de contención. Los espacios cedidos por Estados Unidos, particularmente en el Medio Oriente, a favor de Rusia, Turquía e Irán, difícilmente serán recuperados en una administración demócrata.

El tema de China merece mención especial. El sitial alcanzado por ese país en los últimos años que la colocan como una de las dos únicas superpotencias, no hace más que presagiar que el enfrentamiento entre ese país y Estados Unidos seguirá a la orden del día. Durante la campaña electoral, Biden señaló que, durante su gobierno, se aseguraría de que China “juegue bajo las reglas mundiales”. Resulta difícil imaginarse a cualquier país, incluso a Estados Unidos, imponiendo conductas a la segunda potencia mundial. Mientras tanto, la intervención e influencia de China en los escenarios internacionales —un reto permanente para la Casa Blanca— seguirá llevando ese velo tras el cual se esconde su formidable poder económico, y el peso que de él deriva y ejerce en todos los rincones del mundo. Un régimen carente de liderazgo moral por su historial infractor de los derechos humanos, pero que navega cómodamente en un mundo cada vez menos dotado de mecanismos efectivos de control y rendición de cuentas.

Finalmente, el liderazgo de Estados Unidos será evaluado a la luz de la presente coyuntura de crisis sanitaria mundial y en medio de una estructura internacional impregnada de caos y desorden, caldo de cultivo perfecto para los regímenes autoritarios. El coronavirus seguirá constituyéndose en la mejor coartada de estos gobiernos para incrementar las medidas de control social y conculcación de los derechos fundamentales de sus poblaciones, más aún, y paradójicamente, ante la inminencia de una campaña de vacunación global. Esta circunstancia fortalecerá el papel de ciertos países (Rusia, China, Irán, Turquía, Cuba y Venezuela, entre otros), como factores de perturbación planetario. Por tanto, no sería de extrañar —ante el descuido y omisión de las grandes democracias— un repunte de la influencia del autoritarismo a nivel mundial, escenario que se presenta como un verdadero reto para la nueva administración de Estados Unidos.


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