La novena entrega de la franquicia Saw pudo estrenarse directo a video, bajo la concepción del género “blaxploitation” de los setenta.  Si acaso, la película tiene algún tipo de sentido y gracia, como filme cutre para una selección de “las malas que son buenas” de 2021.

La chatura visual impide pensar y respirar fuera de las cámaras pegadas a los palos, el montaje articula una funcionalidad rudimentaria de causa y efecto, los asesinatos carecen de la visceralidad y la sorpresa de la franquicia en el pasado, dando la sensación de fin de ciclo, de cumplirse con un trámite para conservar los derechos de explotación del contenido estrenado en 2004, cuando James Wan supo dotarlo de ingenio y nervio, al replantear los cimientos de la porno tortura de Herschell Gordon Lewis, a partir de los códigos del thriller independiente de la primera década del milenio, como consecuencia directa del 11 de septiembre, sus guerras e imágenes explícitas del postrauma.

Desde entonces, surgió la franquicia rentable de Lionsgate, para sacar provecho económico del mundo conmocionado por los ataques del terrorismo musulmán y las respuestas occidentales, en camino a Guantánamo y la prisión de Abu Ghraib.

Los críticos entendimos las conexiones entre el llamado fenómeno del “gorno” y los juegos macabros de las nuevas leyes de la guerra, al margen de la defensa de los derechos humanos y de la convención de Ginebra.

Luego comprendimos la relación de la hiperviolencia de Saw con la estética fascista del Estado Islámico, donde las horrendas ejecuciones se rodarán como teatros del pánico hiperrealista, al ritmo de un video clip infame con víctimas auténticas del califato.

Ambas cuestiones sucedieron en paralelo, con el interés mediático de reclutar a dos audiencias jóvenes, separadas pero unidas por un hilo delgado y problemático.

La decadencia estaba a la vuelta de la esquina, por causa de la repetición del signo cruento, en el compromiso de alimentar al mercado cautivo con secuelas cada vez más arbitrarias, patológicas y desviadas del patrón original.

Lo que comenzó como una alegoría moralista de la pesadilla de Darwin del siglo XXI, terminó desvirtuada en la crueldad vacía del ángel vengador de la saga y sus apóstoles oscuros.

Para intentar conservar la vigencia, el libro de Saw ha rodado su capítulo “Black Lives Matter”, su episodio de pescar en río revuelto de las tensiones raciales que desembocaron de los casos recientes de brutalidad policial en Estados Unidos.

Por eso más que un episodio derivado de la crisis de CSI o Fargo, la cinta de Chris Rock adapta la convención del último “blaxploitation” que ha encontrado legitimidad en las reivindicaciones y reclamos de la cultura afroamericana.

Pese a su precaria puesta en escena, Espiral logra soportarse por la inercia de sus tropos y argumentos de manual, que descansan sobre la humanidad y el cuerpo mutilado de dos presencias que calman a la audiencia, la de Rock y su padre en la ficción, Samuel L. Jackson, quienes se gastan bromas y asumen el oficio de mercenarios del plan B, con la mejor de las sonrisas picaronas de veteranos que rompen con la cuarentena, a sabiendas de recibir un cheque gordito que ayude a pagar las cuentas del año.

Un copycat woke de Jigsaw, se ocupa de atormentarlos y castigarlos, recordándoles su pasado corrupto, su tufillo de “fucking pigs”, su lugar de marionetas en un engranaje de pudrición institucional, sin dejar nada para el libre ejercicio de la imaginación.

Las pocas ideas de Espiral se ventilan como sentencias grotescas y lapidarias, como bajadas de línea, que obstruyen la posibilidad del misterio y el suspenso, la oportunidad de reencontrarse con la esencia abstracta de la novela negra de las urbes en shock.

El espiral del guion se borra en un precipicio de giros forzados, de situaciones machacadas que antes que placer, causan indiferencia.

Como único atractivo, sujeto a discusión, Espiral admite que los policías negros también tienen rabo de paja y las manos manchadas de sangre.

Un recordatorio en el expediente, que es la única curiosidad del largometraje, para generar una conversación sobre las raíces institucionales de la represión y la corrupción, más allá de los temas de las razas y las agendas políticas.

He sido golpeado por policías blancos y negros en mi país. Entiendo las implicaciones del asunto en Estados Unidos, los patrones étnicos de víctimas y victimarios.

Objetivamente, comprobó la ciencia que el uniforme y la placa, suelen deshumanizar en el abuso de poder.

Cuestión de implementar protocolos, monitorear y hacer que se cumpla la ley.

La naturaleza es más compleja que el mea culpa y el doble rasero de Espiral.


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