Parece que el país estuviera detenido, en un punto muerto o en una encrucijada sin destino. Discusiones van y vienen, acusaciones sin base alguna en la realidad hacen su agosto en los propagadores de rumores, en los derrotistas y, peor aún, en los pocos optimistas que se atreven a ilusionarse con una salida pacífica que nadie logra ver en medio de tanta oscuridad que nos rodea.

Es una situación insólita: un país sin gobierno real, sin ley que no sea otra que la del lejano Oeste, valga decir, el imperio del revólver y las balas, de la unión íntima de los bandidos con el sheriff que supuestamente debería representar la ley y el orden. Pero nada de eso existe, ni nadie desde el poder desea que esa supremacía de la ley exista porque, sin duda, acabaría de inmediato con quienes detentan indignamente el control del Estado y disponen a diario con una crueldad solo padecida cuando Boves y su soldadesca (suerte de hambrientos milicianos analfabetas,  reclutados ante la amenaza  inmediata de una condena a muerte sin apelación alguna) azotaban el territorio del país en ciernes.

Hoy Boves es un niño de pecho, un aprendiz de criminal, un asesino que estaba haciendo una pasantía para graduarse como azote de los más débiles. No se trata de una exageración, pues las cifras rojas que muestran hoy las organizaciones de derechos humanos resultan espeluznantes. Pero no solo se trata de lo que revelan estas ONG, sino de las propias y estremecedoras cifras que están consolidadas, archivadas en registros para la historia mundial y a la disposición de cualquier investigador o de ciudadano sensible ante el derecho a la vida.

Esas cifras estremecedoras, ultrajantes de la dignidad humana y pruebas absolutamente fiables ante cualquier gobierno que quiera tratar o mediar con esta opereta dictatorial que padece Venezuela, advierten a estos mediadores mercenarios (no son otra cosa porque privan en sus intenciones y fines ganancias netas para su propio peculio), que serán juzgados por la historia, por América Latina y por sus propios coterráneos como bandidos que asaltan no ya los bancos del Oeste norteamericano, sino países que están en ruinas (como Cuba, la caja chica y de chicas cubanas del PSOE y sus hoteles que facilitan la prostitución, Venezuela y sus minas de oro y petróleo y de tantas otras riquezas, o Bolivia y su papel fundamental en el narcotráfico que azota España y destruye la juventud de ese país).

Pues nada de eso importa para ese ex presidente macilento que viene  a Caracas a cobrar, siendo una copia rejuvenecida  por la cirugía plástica de aquel ex presidente  Richard Nixon cuya sonrisa ya la describió Norman Mailer como un artificio que activaba con un botón secreto desde su bolsillo, eso sí, apenas el tiempo suficiente para que no se le agotara la pila. La misma sonrisa del macilento tratante de acuerdos hipócritas, titiritero de elecciones que el dictador bolivariano nunca va a perder, y que el macilento insiste en ganar dinero usando para sus fines la crisis humanitaria que azota a millones de venezolanos.

Para la dictadura la única preocupación parece ser hoy… “¿por dónde entrará el escurridizo Guaidó?  Y si en un escenario negado, Guaidó no llega, ¿qué harán los jóvenes oficiales?”, se preguntan algunos escépticos.

 


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