En apenas cuatro años, como en un ciclo perverso, Argentina se encuentra frente a la paradoja de cambiar la alternativa democrática y liberal por la demagogia populista.

Cuando Mauricio Macri triunfó en 2015, ello pareció significar el fin del régimen corrupto de los Kirchner. Pero Cristina vuelve ahora por sus fueros, pese a que siguen apareciendo evidencias de la cadena de sobornos que organizó junto con su marido.

La era de Macri también constituyó una amenaza para regímenes violadores de los derechos humanos y la libertad de prensa. Sin embargo, Maduro y Ortega se atrincheran en el poder, Correa quedó fuera pero conspira con sus socios del socialismo del siglo XXI y Evo se roba las elecciones con el respaldo de facinerosos enviados desde Venezuela.

Los jerarcas de estos regímenes promueven el estatismo y el colectivismo que empobrecen y someten a los pueblos, mientras ellos llevan una vida principesca, saquean el tesoro público y forman alianza con las mafias del narcotráfico y el comercio internacional de armas.

De paso, como toda dictadura, confunden liberalismo con mercantilismo y pretenden justificar sus desastrosas gestiones satanizando los esfuerzos de Estados y organismos financieros internacionales por arreglar maltrechas economías.

Ciertamente, políticas democráticas y liberales han impulsado el progreso mayor de Chile en América Latina. Ese modelo económico y político está siendo cuestionado duramente ahora por sus propios ciudadanos, pero no precisamente porque allí ha bajado la pobreza y ha surgido una importante clase media.

Hace cuatro años lo habían advertido Mauricio Rojas y Roberto Ampuero en su libro Diálogo de conversos, citado por Vargas Llosa. Ambos concluyen, según el escritor, en que el desarrollo económico y material aproxima a un país a la justicia y a la vida más libre, pero eso no lo es todo.

La solución sin embargo no sería volver a viejos esquemas y espejismos socialistas que han llevado a la infelicidad a los pueblos latinoamericanos. Hay que emprender reformas que avienten el egoísmo y la codicia para afianzar las bases de la igualdad y la solidaridad que humanicen las conquistas materiales.

Y eso es posible en un sistema democrático como el que impera en Chile, donde todavía hace falta fortalecer la tolerancia para la diversidad, pero existe suficiente cultura política como para no dar paso a la inestabilidad y a los aventureros.

Los problemas en Chile, como en Ecuador y Perú, aliados en la causa de los demócratas venezolanos, llaman a la reflexión. El apoyo internacional es importante, pero se requiere impulsar ahora más que nunca la lucha interna, sencillamente porque en Venezuela hay más razones que en cualquiera de esas naciones para protestar.

Lo demostraron recientemente los ciudadanos en Irak, que se volcaron a las calles en protestas contra la corrupción, los malos servicios públicos, los pésimos salarios, el hambre y la opresión.


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