A un mes del asesinato de A. Navalni

El 1º de marzo en el barrio de Mariino en el sureste de Moscú ocurrió un hecho poco común en Rusia: miles de personas en respetuosa actitud, pero en abierto desafío a una prohibición gubernamental, concurrieron a los alrededores de la iglesia ortodoxa de “Madre-de-Dios, alivia-mis-penas” para acompañar a quienes (muy pocos) se permitía asistir a los oficios religiosos de despedida de Alexéi Anatolyevich Navalni, el heroico líder democrático de la oposición a Vladimir Putin, asesinado en la prisión ártica de IK-3 (en Yamalo-Nenets). Durante los días siguientes cientos desfilaron ante su tumba en Borisovo, al otro lado del Moscova.

No fue Navalni la primera víctima de la dictadura de Vladimir Putin. Antes que él fueron eliminados muchos otros militantes de la libertad, especialmente dirigentes de organizaciones democráticas. En 2015 fue muerto en el centro de Moscú el físico y político liberal Boris Yesimovich Nemtsov, ministro y viceprimer ministro durante el gobierno de Boris Yelsin. En 2016 fue asesinada a tiros en el edificio de su residencia Ana Politkovskaya, autora de reportajes sobre violación de derechos humanos y de un libro esclarecedor: “La Rusia de Putin”. En 2021 murió el periodista Maxime Borodin, días después de caer “accidentalmente” del balcón de su apartamento en Ekaterimburgo. De su profesión eran muchos de los caídos. Al régimen no le basta la reclusión en prisión de los opositores. Los quiere silenciar. Navalni mismo fue arrestado varias veces desde 2011, cuando calificó públicamente a “Rusia Unida”, partido gobernante, de formación de “criminales y ladrones”.

Con anterioridad se intentó la eliminación física de Navalni. En agosto de 2020 fue envenenado antes de tomar un avión en Tomsk (Siberia), donde se encontraba en labores políticas. Entonces, la oportuna advertencia de quienes lo acompañaban logró que la tripulación decidiera hacer una escala en Omsk. Conducido a un hospital cercano, los médicos le salvaron la vida in extremis. Gracias al empeño de su esposa Iulia y las gestiones de la Comisión Europea fue trasladado a un hospital de Berlín, donde pudo recuperarse. Entonces regresó a Rusia, donde creía estaba su puesto de lucha. Al llegar a Moscú en enero de 2021 fue arrestado, sometido a juicio y condenado. El periplo carcelario terminó en el Ártico. El encarcelamiento de opositores también ha sido práctica constante en Rusia. Era muy activa la ojrana, la policía zarista, y aún más la checa de los soviéticos, como lo denunció Alexander Solzhenitsyn.

La vida política en Rusia está marcada por la violencia casi desde los tiempos iniciales. La primera “Rus”, surgida en el siglo IX con la migración de gentes del norte (vikingos) y que alcanzó su apogeo en los siglos XI y XII en torno a Kiev, desapareció con la invasión de los mongoles (1237 a 1240). Como era su costumbre, aquellos terribles guerreros destruyeron todo a su paso y sometieron la población al vasallaje de la Horda de Oro.  Casi siglo y medio más tarde (1380) el pueblo ruso, bajo el liderazgo del Principado de Moscú, obtuvo su liberación; pero, el sistema de gobierno adoptado desde entonces fue el de la autocracia, según el modelo de Bizancio (en alianza con el poder espiritual), cuya sucesión reclamó desde la caída de Constantinopla (1453). Su consolidación, con la conquista de grandes territorios, permitieron los excesos de Iván IV, llamado “el terrible”.

Ese sistema se mantuvo durante el tiempo de los Romanov, no obstante, el acercamiento a Europa de Pedro el Grande y la Ilustración de Catalina II. Y la invasión napoleónica de 1812 impidió, en definitiva, la evolución hacia una monarquía constitucional. Porque entonces el pensamiento liberal, que había ganado gran adhesión en las clases instruidas, debió apoyar la lucha nacional. La revolución que intentaron más tarde (1825) sus partidarios (los llamados “decembristas”) fue violentamente sofocada. La respuesta de la monarquía fue brutal. Ocurrió lo mismo durante la promovida por las fuerzas democráticas en 1905. En ambos casos, se impuso la muerte y la represión. Esos hechos determinaron el destino. En Rusia se promovió la revolución, aunque también el anarquismo. Debe decirse, sin embargo, que más como doctrina de que como movimiento capaz de ejecutar un plan de cambio de sistema. Curiosamente, Piotr Kropotkin no tuvo actividad en su país natal.

El asesinato de opositores no terminó en 1917. Por el contrario: se convirtió en práctica común. Se cumplió sin procedimiento judicial durante la guerra civil que siguió a la revolución bolchevique. Entre las víctimas figuraron todos los miembros de la familia imperial. Luego, consolidado el régimen, se utilizó para liquidar cualquier oposición al establecimiento del socialismo. Quienes mostraban su desacuerdo, fueron expulsados, perseguidos o eliminados. La imposición de algunos programas, como la colectivización de las tierras, causó millones de muertes (entre 2 y 3 millones en Ucrania). También la represión política. Los archivos registran cerca de 780.000 ejecutados (muchos dirigentes y militantes comunistas) durante las purgas ordenadas por Stalin en años de mando y locura. Entre 1,5 y 1,7 millones perecieron en las cárceles del “gulag”, debido a las duras condiciones de reclusión. Esos hechos fueron denunciados después por altos dirigentes del Estado (como N. Kruschev o Mijaíl Gorbachov).

Además del partido, los movimientos nacionalistas y el ejército, algunos sectores fueron particularmente afectados. Desde el comienzo el régimen enfrentó a los intelectuales: creadores, escritores, científicos, artistas. Lenin ordenó la expulsión de algunos cientos; pero Stalin les cerró después los caminos del exilio a los que se quedaron. Debieron someterse o huir. Muchos fueron encarcelados y no pocos asesinados, como Osip Maldenshtam o Nicolai Valivov. Los hechos fueron revelados a través de publicaciones clandestinas. Los caídos fueron varios miles. A los sobrevivientes se impuso un castigo: el aislamiento. Resultaba imposible tener comunicación con el extranjero y aún con las gentes del medio inmediato. La soledad era inmensa: lo denunció Isaac Berlin tras visitar a Boris Pasternak, Anna Akhmátova y otros en Rusia. Andrés Zawrotsky, un matemático de San Petersburgo que recaló en la Universidad de Mérida, relató ese proceso (El asesinato de la ciencia) después de una épica búsqueda de libertad.

En las democracias el poder es un instrumento para el logro del bien común. Es asunto de interés para todos. Por tanto, corresponde a los integrantes de la sociedad fijar los objetivos e, igualmente, la forma de utilizar aquel medio para su consecución. Lo hacen a través de la ley. Por eso, el fundamento del poder es la voluntad popular. Nadie recibe su designación de un Ser superior, ni en atención a sus atributos personales. En las autocracias se confía a uno o unos pocos decidir el destino de todos, que son millones. Aquellos orientan las acciones hacia la realización de un proyecto al que, teóricamente, adhiere el pueblo. En unos casos así lo impone una revolución y en otros una usurpación (reconocida o escondida tras una pretendida “expresión” popular). En verdad, el poder está al servicio de los intereses particulares y se “acata” porque dispone de la fuerza pública.

Rusia es una autocracia. En nuestros días, tal vez el modelo “mejor” logrado (en tanto es “aceptado”). El poder no pertenece a un partido (organización con vida propia) ni a su grupo dirigente. Se ha entregado a una persona que, además, recibe la bendición de la Iglesia Ortodoxa, como en los tiempos de Iván III “el grande”, Pedro “el emperador” o Stalin el “padrecito”, legatarios de Bizancio y Roma. Ahora toca a Vladimir Putin. Se pretende confundir su misión con la de la patria imaginada (una, grande, santa), de donde derivaría el respaldo del pueblo. Para fortalecerlo se fomenta el patriotismo; pero contaminado con personalismo. No es, pues, expresión consciente y libre. Lev Tolstói calificó un sentimiento similar (s. XIX) de brutal: primitivo, indigno, pernicioso e inmoral. Porque “el hombre (que) se declara hijo de su patria y esclavo de su gobierno comete actos contrarios a su razón y su conciencia”.

Rusia no es una democracia. Los ciudadanos no ejercen los derechos mencionados en la Constitución. Alexéi Navalni y otros muchos fueron perseguidos por querer vivir en libertad. Como era un símbolo de las luchas populares, el régimen lo condenó a muerte. No lo ejecutó en la plaza pública. Intentó envenenarlo y luego lo encerró en una prisión en lugar inhóspito, sin comodidades esenciales, alimentación adecuada ni atención médica. Como un tirano tropical, el jefe le ordenó al carcelero: “No lo mate… déjelo morir”. Pero, sus ideas no terminaron con él. Están vivas. Y volverán a florecer en alguna primavera.


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