Cuando el viento se lleva las palabras

Venezuela es un país con una memoria contigua a las de un campamento minero. Sus evocaciones de la verdad desaparecen y se desvanecen en el tiempo, cuando los integrantes del campamento recogen sus bártulos y se van con la nueva bulla que aparece. Un país serio, civilizado y moderno, y básicamente democrático, tiene un manejo de la verdad, aparejado con la posibilidad de investigar de manera abierta, a mediano y largo plazo de todos aquellos eventos que hacen de su trazado, una historia estrechamente vinculada a la verdad. La que manejan todos aquellos nacionales que asumen funciones públicas a la orden del Estado. Especialmente a los documentos producidos por los cuerpos de seguridad del Estado, los militares en especial y todos los organismos públicos en general que manejan secretos relacionados con la seguridad del Estado. Para que el público tenga acceso en algún momento a la verdad sin límites, existe la desclasificación de los documentos, y el acceso abierto. Pero, para que exista desclasificación, tienen que producirse documentos. Si no está por escrito la información oficial, eso no existe. No tengo conocimiento de la existencia oficial de la comunicación oral, salvo que forme parte de grabaciones audiovisuales debidamente registradas y asentadas. Esa especie de que mi palabra es un documento o basta que yo lo diga, eso no es normal de un país serio, civilizado, moderno y democrático. La desclasificación es importante para la historia porque permite organizar sus investigaciones y para los ciudadanos. Eso solo ocurre en un campamento minero. Dicho esto, me voy a lo que más nos ocupa.

La opinión pública venezolana tiene un interés en conocer la verdad del 4F. Después de 23 años de sufrir la revolución bolivariana, 6 millones de personas en la diáspora, de hambre, de inseguridad, de destrucción de la unidad nacional, de enajenación de la soberanía, de restricciones de la libertad y de hipotecar el futuro de hijos y nietos, lo menos que pueden hacer los protagonistas del antes y el durante de esos eventos es asumir su responsabilidad ante la historia. Y no lo están haciendo a pesar de que Fuenteovejuna la conoce de manera informal.

Desde hace cierto tiempo hay un torneo militar entre los altos mandos de la época de “yo se lo dije al presidente” en materia de la conspiración que desembocó en febrero de 1992. Y, cuando se les presiona para presentar la prueba correspondiente remiten a una audiencia donde verbalmente presentaron la información, o un desayuno que tuvieron con el primer magistrado nacional y le hicieron el comentario, o una conversación informal con el comandante en jefe en un acto público donde le deslizaron la acotación de la conjura. En un país serio, civilizado, moderno y democrático ese tipo de informaciones se presenta en una cuenta formal, en un documento donde se exponen todos los hechos y las evidencias, y lo más importante, los nombres y los apellidos y las imputaciones, y al final se hace la recomendación, siempre y cuando lo que se va a recomendar no esté en la amplitud administrativa, disciplinaria o judicial del funcionario. Un ministro de la Defensa la tenía en ese entonces. Pero, además, una información tan grave como la que contiene una conspiración que va directa a un golpe de Estado ha debido ser debatida en el Alto Mando Militar de ese entonces, en ese ente que la antigua Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas llamaba Junta Superior de las Fuerzas Armadas. Y esas deliberaciones han debido quedar asentadas en un acta bajo la responsabilidad del jefe de Estado Mayor Conjunto, como lo estipula la ley. ¿Esas actas existen? ¿Esos registros se hicieron?   ¿No se hizo así? Esa era la metodología anterior para tratar esos asuntos relacionados con la seguridad y la defensa del país en el alto mando militar. Cualquier tema que tenga que ver con el interés nacional. De manera que la responsabilidad institucional y personal ante el país y ante la historia, no se aísla exclusivamente en el ministro del 4F. Incluye también a quienes hicieron de jefe del Estado Mayor Conjunto, al inspector general de las fuerzas armadas, y a los comandantes de fuerzas de ese entonces y a los ministros anteriores. Esa responsabilidad tiene tantos nombres y apellidos adicionales, como si se dijera Fernando Ochoa. Nadie tomó una nota siquiera en la servilleta que acompañaba al café que le servían en el quinto piso del Ministerio de la Defensa, en las sesiones de la junta superior de las fuerzas armadas de esas oportunidades. Si ninguno de los altos jefes militares de esos años se pronunció sobre el tema en la junta superior de las fuerzas armadas y no lo aclaran, otorgan. Y dejan en el aire guindando su responsabilidad institucional. Mientras esa verdad que atesoran desde hace 30 o más años se mantenga encuevada en la punta de la lengua que pasan en la ansiedad, por algún diente, pueden formar parte de otro capítulo que muy bien puede redactar Pedro Emilio Coll en una actualización de su diente roto. Y entonces, esa institución armada de los años 1989, 1990, 1991 y 1992 en la cúpula de sus mandos militares era la de un país bananero. O para ser más prosaico y pedestre, no representaban un país serio, civilizado, moderno y democrático. Eso era un campamento minero y en un campamento minero lo que más sopla es el viento. Y las palabras se las lleva el viento. Y ya ustedes saben el ecosistema que funciona en un campamento minero.

Ya le he dicho que lo peor que podía ocurrir con un  gobierno que estaba arrastrando una crisis social iniciada desde los eventos del 27 de febrero de 1989 en la ciudad de Caracas, más los que maliciosamente vendieron algunos medios de comunicación para generar incertidumbre desde las medidas económicas anunciadas y la crisis política no superada por el triunfo de mi opción presidencial; lo peor que podía hacer yo en ese momento era generar una adicional destituyendo al ministro de la Defensa o renovando al Alto Mando Militar intempestivamente, sin exponerme a incrementar la crisis y poner al país al borde de una confrontación. Agréguele a eso, las presiones de alto nivel con ese grupo de ambiciosos reunidos como los notables de la política, de la academia, de los medios y de la intelectualidad que hicieron opinión para generar un cambio político, independientemente de los resultados, como ya lo estamos viendo en consecuencia de esto que llaman la revolución bolivariana. Y súmele el poco respaldo de mi partido. Yo preferí continuar con las designaciones militares que, basadas en la confianza y la lealtad anterior, habían permitido avanzar el gobierno con el apoyo de los militares. Es verdad, en el tiempo eso fue un error, pero tenía muy poco margen de maniobra y el país podía meterse en una guerra civil alentada por todas esas valoraciones. Corrí el riesgo y dejé al ministro. Fue un error. En el tiempo descubrí que el ministro no formaba parte de los notables militares y tenía su propia agenda. Le insisto. Fue mi error.

La señora Matos, ¿realmente tuvo esa influencia que se ventila ante la opinión pública en las decisiones militares que usted tomaba? El general Ochoa, usted puede compartir para la historia y para la opinión pública actual, desde ese plano donde está, ¿cómo surgió esa decisión de designarlo como ministro de la Defensa? Posteriormente me gustaría que tocáramos eso de la agenda propia que tenía el ministro.

Continuarà…


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