“Aunque tú no lo sepas, me he acostado a tu espalda. Y mi cama se queja, fría cuando te marchas. He blindado mi puerta y al llegar la mañana no me di ni cuenta, de que ya nunca estabas”. (“Aunque tú no lo sepas”. Quique González).

No se ustedes, pero yo no podría vivir sin música. A mi modo de ver, es el arte que produce mayor felicidad, el que es capaz de trasladarte a otro momento, de remover tus recuerdos y tu ánimo con mayor facilidad. Es posible que, para algunos, la contemplación de otro tipo de obras de arte produzca también esos sentimientos, pero a mí solo la música es capaz de sacarme, repentinamente, de una ensoñación o incluso de una reflexión, como cuando alguien abre una puerta e interrumpe una reunión importante, de manera inesperada.

En mi caso, además de todo esto, la música es principalmente una fuente de inspiración. Los que me lean con asiduidad, por exceso de tiempo libre o falta de criterio literario, habrán comprobado que, a menudo, recurro a citas de canciones. Es más, como en este caso, muchas veces encabezo con una de ellas, que normalmente me ayuda a desenredar la madeja donde se encuentra oculto lo que yo quiero expresar. Es un recurso, sí, pero principalmente motivado porque muchas veces, escuchando una canción, acude a mí un sentimiento que deriva en una reflexión que, indefectiblemente, acabará en un artículo.

Esta relación entre música y literatura no es, ni mucho menos, algo personal, que solo me ocurre a mí. Estos días atrás, he tenido la suerte de que callera en mis manos una novela llamada Reina Roja, de Juan Gómez-Jurado, a través del consejo y el préstamo de tal libro de una amiga mía, Carmen, ávida lectora, como yo.

Yo, a cambio, le presté el libro que acababa de terminar de leer, El caso Alaska Sanders, de Joël Dicker. He de decir que el libro de Juan Gómez-Jurado ha sido, para mí, una revelación. He descubierto a un autor, al que ya conocía en su otra faceta profesional, la de periodista, que me ha ratificado, una vez más, algo que tengo tan claro que para mí es un mantra. A los españoles, permítanme la soberbia, no hace falta que nadie venga a enseñarnos como se hacen las cosas. Ya nos bastamos solitos. Y si bien he leído a grandes autores en este género de novela digamos policíaca o de misterio, tales como el propio Joël Dicker, Stieg Larsson, Dan Brown y un largo etcétera, son los autores españoles los que siempre han conseguido hacerme sentir dentro de la historia, buscando el momento para devorar sus libros. Autores como el propio Gómez-Jurado, Eva García Sáenz de Urturi, con su trilogía El silencio de la ciudad blanca, Dolores Redondo y su Trilogía del Baztán, Julia Navarro y un largo etcétera que se hace imposible enumerar aquí.

Pero hay un detalle de esta obra de Juan Gómez-Jurado, Reina Roja, que me ha llamado poderosamente la atención. Sin ánimo de desvelar nada del libro, que les conmino a leer tan rápido como les sea posible, este está repleto de referencias musicales, concretamente a letras del insigne Joaquín Sabina, sin duda mi autor de cabecera. Se encuentran entreveradas en el texto, no citadas explícitamente, lo cual hace aún más interesante, para un pretendido estudioso de don Joaquín, ir encontrándolas a medida que avanzas en el desarrollo de la historia. Un juego muy interesante que, si bien Juan no propone, se encuentra ahí, entre las páginas de su obra.

Y esto nos lleva, de nuevo, a la relación entre música y literatura. Sin duda, hay compositores, los llamados cantautores, que han escrito las más bellas páginas de nuestra literatura. No hay que olvidar que ya tenemos un caso, Robert Zimmerman, más conocido por Bob Dylan, que recibió el más prestigioso premio literario del planeta, el Nobel de Literatura. Y digo yo, si a Bob Dylan le dieron el Nobel, ¿qué hay que hacer con Joaquín Sabina? Es solo una reflexión.

“De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría, por ti la vida entera, por ti la vida entera. Y sin embargo un rato, cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera. Ni tan arrepentido ni encantado de haberme conocido, lo confieso. Tú que tanto has besado, tú, que me has enseñado. Sabes mejor que yo que hasta los huesos, solo calan los besos que no has dado, los labios del pecado”. (“Y sin embargo”. Joaquín Sabina). Probablemente una de las estrofas más bellas y más complejas que se hayan escrito nunca.

No obstante, la relación es reciproca. En la mayoría de los casos, son las canciones las que se inspiran en obras literarias, versionándolas con mayor o menor acierto. Joan Manuel Serrat, por ejemplo, ha versionado distintos poemas de diferentes literatos, siempre con éxito. Puede que el más conocido sea “Cantares”, en el que el genial compositor se basa en los textos de Antonio Machado.

Aunque muchos son los autores que han utilizado este recurso de manera más solapada. Radio Futura, por ejemplo, se inspiró en los textos de Edgar Allan Poe para su celebrado tema “Annabel Lee”, aunque para mí, una de las más bellas conversiones de un poema en canción es la versión que, de un poema de Antonio Gala, derivó en el tema “A trabajos forzados”, de Antonio Vega.

“A trabajos forzados me condena, mi corazón, del que te di la llave. No quiero yo tormento que se acabe, y de acero reclamo mi cadena. No concibe mi alma mayor pena, que libertad sin beso que la trabe. Ni castigo concibe menos grave, que una celda de amor, contigo llena”. (“A trabajos forzados”. Antonio Gala/Antonio Vega).

Así pues, encontrar el efecto contrario, esto es, un libro que, en cierto modo y medida, se nutre de las canciones, como en el caso de Reina Roja, ha sido un descubrimiento y una demostración de que los extremos se tocan, produciendo un bucle perfecto entre dos formas de arte.

“Cae la noche y amanece en París, en el día en que todo ocurrió. Como un sueño de locos sin fin, la fortuna se ha reído de ti”. (“Lobo hombre en París”. La Unión. Basada en un cuento de Boris Vian, escritor y dramaturgo francés, de 1947).

Lean, escuchen música. Vivan.

@elvillano1970

 

 

 


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