Es harto sabido que la única compañía verdadera, auténtica, del escritor son sus libros; ese “cementerio” de vivos que siempre le acompaña al escritor aún en las circunstancias más adversas de su accidentada vida de forjador de quimeras e ilusiones que son sus mundos y universos ficticios. Si no fuera por sus libros que acompañan al escritor a toda hora tal vez la realidad no pudiera ser soportada por mucho tiempo, pues la vida empírica, la facticidad de lo real está hecha para conducir a los seres humanos especialmente sensibles a callejones sin salidas, es decir, literalmente a verdaderas encrucijadas insalvables, dicho de otra manera, a “salidas paradojales” o a aporías o dificultades lógicas insuperables. Yo, personalmente, cuando me siento asediado y hostilizado por los hórridos y repelentes  zarpazos antiestéticos provenientes del mundo tangible, palpable de lo histórico constituido no tardo en echar mano de un libro, especialmente si se trata de novela o cuentos tanto mejor. La lectura, desde mis más tiernos años de párvulo preadolescente, siempre ha venido a mí como una sui generis tabla de salvación en medio de las turbulentas y zozobrantes aguas del angustioso y angustiante mar de la existencia humana. Cuando suelo ser tentado por la ansiedad nerviosa que me produce el terco insomnio apelo a un libro de viajes o de crónicas antiguas capaz de subsumirme en experiencias imaginarias las más de las veces de indescriptibles experiencias ficticias y pero ello mismo más reales que las cotidianas empiricidades aliterarias y por ello mismo aestéticas. La sola compañía de esas presencias evanescentes me colman el espíritu con esos asombrosos diálogos o monólogos que puestos en labios de sugestivos personajes invencionados por espíritus atemporales que a la postre terminaron siendo los autores de pretéritos lejanos y paradójicamente tan cercanos y queridos por mi. Sabiendo escoger, obviamente, un buen libro escrito por un admirable escritor de imperecedera talla universal, nunca el escritor será defraudado, pues un libro que a través de luengas edades que haya alcanzado el raro estatuto bibliográfico de “Clasico” puede, y de hecho lo es, alcanzar la elitesca condición de libro inmortal y soporta infinitas lecturas deparándonos en cada una de ellas una experiencia singularmente inédita. Más que una evasión de la realidad, la lectura nos permite encarar, más que de frente, multifacéticamente la realidad del tiempo histórico que nos ha tocado vivir con una responsabilidad ética y cívica de un orden superior, es decir, de un orden trascendental. Mi experiencia como lector, pues esa pretensión me anima en mi vida diaria como escritor, me sugiere que transitar los intrincados y babélicos e hipercomplejos multiniveles del libro y la lectura siempre termina provisionalmente con una transitoriedad pasmosa en una experiencia de escritura. Si no es para escribir, al menos en mi caso es inequívoco, no tiene sentido leer. Porque leer es también, mutatis mutandi, escribir con la mente de alguna manera. Leyendo creamos otro texto en el transcurso de la lectura particular que realizamos, un metatexto huelga decir, que se contextualiza y adquiere sentido en los sedimentos ontológicos de nuestro espíritu. Leyendo decodificamos el texto ilegible, siempre ilegible del mundo dotándolo de nuevas e inéditas inteligibilidades y, sin ninguna duda, toda lectura, si es genuina y auténtica funda en el fragor y trasiego de cada página leída una potencia sensitiva de intelección racional que poetiza el mundo del hit et nunca y consecuencialmente también el mundo de lo posible e inminente. De allí que una sociedad ágrafa (que lea poco o nada) sea necesariamente una mutilada, desorientada, confundida ante los cada vez más proliferantes discursos estridentistas del ruido enajenante y alienador de la imago mundi de la tenebra ignara.


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