Las palabras son sospechosas, patrullables. A los números les ocurre lo mismo: permutan si alguien así lo desea. Que el lenguaje y los hechos estén en disputa es algo tan antiguo como la pasión por censurarlos. No hay poder político que no intente establecer el perímetro de la realidad. Por la vía de la repetición, un aspirante a obtener el poder o retenerlo divide el mundo entre fachas y progresistas; revolucionarios y contrarrevolucionarios; patriotas y traidores –eso le gusta mucho a Daniel Ortega– y, ya puestos, los que mienten y los que dicen la verdad. Para crear un enemigo sólo es necesario señalarlo.

Esta semana vamos servidos de inquisición. Aunque dijeron haberla retirado por tratarse de un error, Sumar incluyó en su programa de gobierno una propuesta para «sancionar y expulsar de la carrera» a periodistas que «manipulen» la información. Hablaron de crear un código deontológico y un Centro de los Medios Audiovisuales (CEMA), el órgano regulador, supervisor y sancionador del sector. Resulta curioso que un esquema tan burocrático y punitivo conviva con la oferta que hizo Yolanda Díaz a Alberto Núñez Feijóo de un pacto anticensura. Vete tú a saber. Si Almodóvar en ocasiones ve nazis –Bruno Pardo dixit– yo veo trumpistas, teléfonos rojos y telones de acero por todas partes. Los fascistas italianos crearon el sindicato de periodistas y los nacionalsocialistas, un ministerio de Información. Mandelshtam acabó en los Urales por referirse a Stalin como «montañés del Kremlin» y Miakovski pasó de ser el poeta nacional a apestado. Quizás estos ejemplos resulten extemporáneos, pero si citamos a la periodista Lourdes Maldonado, asesinada en su casa en Tijuana, o la rusa Anna Politkovskaya, comenzarán a resultarnos algo más cercanos.

La libertad de información y la transparencia del acceso a ésta es inseparable de la salud de un Estado democrático. Desde un comienzo, Pablo Iglesias mostró debilidad por el control de los medios. La información como arma se desprende de una lógica que los populistas americanos entendieron a la perfección, desde el subcomandante Marcos o Hugo Chávez hasta Donald Trump. Se convirtieron en chamanes de su propio relato y lapidadores de todo aquel que osara contradecirlos. Se vendieron como redentores y acusaron de Judas a quienes los contradijeron.

El PSOE denuncia a la prensa por publicar encuestas falsas o difundir mentiras y reprocha a los ciudadanos estar mal informados, que es la forma más directa para tutelarlos. Las democracias fuertes saben detectar estos episodios y neutralizarlos. Pero cuando algo en su sistema inmune falla, comienzan a dar por ciertas algunas premisas (y promesas). La ciudadanía se divide y unos comienzan a señalar a los otros para significarse con una facción, a priori, poseedora de una verdad sin fisuras. Es algo parecido a lo que Ángels Barceló hizo esta semana con Carlos Alsina o lo que el presidente del Gobierno repite desde hace semanas. Con el tiempo, esta lógica irrumpe en lo cotidiano hasta conseguir la capilaridad total. Son los síntomas de un mal, el escorbuto autoritario, que brota siempre en el mismo órgano: la prensa libre.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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