En las protestas de septiembre murieron 13 personas

Una de las distorsiones más flagrantes en el manejo de la seguridad ciudadana en Colombia es el hecho de que en ese país no existe una línea divisoria clara entre la Policía y el Ejército, como ocurre en la inmensa mayoría de los países del planeta: no es el Ministerio del Interior el que regula y monitorea a la policía sino el Ministerio de la Defensa. El ministro de Defensa, por delegación del presidente, ejerce como comandante supremo de las Fuerzas Armadas y a la vez es el jefe superior de la Policía Nacional.

Ello genera aberraciones evidentes, por ejemplo, en la militarización de sus funciones y particularmente en el terreno propio de actuación del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad).  Hace más de un año miles de ciudadanos acudieron a las calles para protestar en contra de la brutalidad que se ha hecho costumbre en el manejo de las manifestaciones ciudadanas. Ello es una consecuencia del trato impuesto por la defensa nacional a la violencia guerrillera, una situación que debía haber sido revertida – o al menos temperada– una vez firmado en 2016 el acuerdo de paz con la insurgencia.

El gobierno de Iván Duque ha pasado por alto –es difícil decir que ha olvidado– obligaciones que derivaban de la paz pactada en La Habana y debería haber hecho lo propio para desmantelar procedimientos que venían utilizándose por décadas de cara a la guerrilla. Es más, las fuerzas armadas debían haber sido reducidas y reorganizadas, pero ello está igualmente retrasado o pospuesto, siendo la única explicación posible la nueva arremetida violenta del ELN.

El caso es que la brutalidad policial sigue siendo vista con demasiada holgura por los órganos del Estado y ello va a incidir en sus relaciones con Estados Unidos. Las ejecuciones extrajudiciales y brutalidad policial contra los manifestantes son dos vertientes de un mismo fenómeno que molestan especialmente al nuevo gobierno de Joe Biden. Además, las torturas siguen en el orden del día.

La Unión Europea, gran aliada del gobierno de Colombia, también se inquieta por la ola de violencia de no tiene origen en el combate antiguerrillero e incluso algunos parlamentarios plantean la suspensión de la ayuda del viejo continente al país suramericano si la escalada continúa. En el año 2020 hubo 35 masacres y en lo que va de este año ya se han registrado varias. Solo en las protestas civiles que tuvieron como escenario a Bogotá, en septiembre pasado, en los enfrentamientos entre policía y manifestantes murieron 13 personas y más de 400 resultaron heridas.

El gran argumento del Palacio de Nariño para explicar esa otra suerte de violencia subsistente es que, en fechas más recientes, han nacido en el país organizaciones criminales e incluso los carteles del narcotráfico que se fortalecieron durante los gobiernos de Juan Manuel Santos requieren de mano muy fuerte en su desactivación y control.

Cualquier excusa es buena pero lo cierto es que hay otra paz que lograr en Colombia, que no es la surgida del enfrentamiento con la guerrilla de las FARC o el paramilitarismo de antaño. Muertos en las manifestaciones callejeras al igual que represión y torturas a los encarcelados crean infinito malestar interno y tienen buen eco en la prensa local y mundial. Las izquierdas, por su lado, se encargan de potenciarlo al tiempo que hacen referencia al hecho de que en el curso del actual gobierno la desigualdad en el país se ha profundizado. Poco importa si el covid ha tenido un papel en el descalabro económico colombiano, al igual que en el resto de los países latinoamericanos.

Así es como el gobierno de Iván Duque tiene en su contra, dentro y fuera del país, una falencia que es tradición en Colombia y que está siendo observada y seguida con detenimiento por propios y por adversarios. Hace horas apenas que el ministro de la Defensa del régimen madurista se refirió de manera altisonante a casos de ejecuciones extrajudiciales de antaño como uno de los gruesos pecados del gobernante actual.

Un golpe de timón en el tema de la violencia interna es imperativo para poder hablar de paz.


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