Foto AFP

Algo en la constelación solar se ordenó el domingo. Un desbalance gravitatorio se equilibró. Lo que debía ser, fue.

El cosmos universal decía que era aquí y ahora. Precisábamos que se le diera a él. El planeta tierra quería verlo sonreír.

El mejor tenía que tomar en sus manos y sacar a bailar a la mejor. Y se hizo justicia. Estamos aliviados por él. Los ojos de todo el mundo se enfocan hoy en Lionel Andrés Messi Cuccittini. Por las próximas décadas, ese nombre se ha tornado el nuevo código QR del ser argentino.

Las sociedades se construyen con simbologías y la de Messi es una de esas que nos hace mejores. En él, muchos extranjeros descubrieron algo nuevo de la argentinidad. Pero nosotros, sobre todo nosotros, los argentinos, cuando lo miramos a él, vemos algo que nos gusta y ennoblece. En su espejo, nos vemos bellos. Él nos hace mejores.

Quizás por eso esta Copa no se la enrostramos a nadie, la celebramos entre nosotros. Acá no hubo venganza, hubo deseo.

A Messi no hay que explicarlo ni defenderlo. En él, no hay trampa ni picardía criolla, no precisa pechear adversarios, ni murmurar barbaridades. Lio no se mete en líos. Es el chico bueno que está despojado de controversias autogeneradas. Lo que ves, es. No hay letra chica.

Messi representa una paleta de valores sostenida en el tiempo, a costa de muchísima mesura. No juega a ser Robin Hood contra el Imperio, ni divide el campo de batalla entre amigos y enemigos. Su juego es jugar, punto. Todo lo que está alrededor no le interesa ni lo confunde.

En los pies de él hay algo de nuestra cultura que estamos festejando. Un nuevo modo de ganar, que se centra mucho menos en la viscosidad o en la mano de Dios y mucho más en la insistencia paciente. Un nuevo modo de enojarnos: “¿Qué miras, bobo? Andá pa’allá”. Porque el insulto del 10 podría ser el de un niño: “bobo”.

Messi es respetuoso, todo lo contrario de lo que pensaban muchos de nosotros. “Ustedes, los argentinos, son pedantes y arrogantes, Messi no parece argentino”. Pues, lo es.

Hoy, en el río de su imagen, el mundo nos acoge sin peros. Los argentinos somos también como Messi. Su resiliencia paciente es la nuestra con diez tipos de dólar e inflación del 100%. En tu familia y en la mía, hay seres así. Buenos, calmos, que soportan, van y buscan.

El mejor jugador del globo terráqueo no se mira casi nunca en las pantallas gigantes porque no adora su propia imagen. Termina el partido y lo único que quiere es abrazar a sus hijos. Y se sienta para disfrutarlos en un estadio qatarí como si estuviera tomando mate en la costanera de Rosario. El hombre común. El mundo nos ve ahí en esa foto, ¿o acaso, nosotros no paramos el mundo por nuestra familia? Messi lo muestra y lo cuenta bien.

La clave interpretativa de Messi no es la épica de la batalla bélica. La película que veremos en unos meses, no se llamará “Héroes”. Lo de Messi es otra cosa.

De un modo silencioso, consiguió darle su tono a la Selección Nacional. La sacó del lote de la controversia constante y la puso en el bajo perfil de las puertas hacia adentro. En otros mundiales, jugaba con sus amigos. En este, él fue el líder indiscutido de un equipo que le respondía. Creó a una selección a su imagen y semejanza. Creó una segunda familia. Sabía que él funciona así, sabía que él precisaba ese espacio cuidado para ganar.

Estrenó un mundial y perdió contra Arabia Saudita. El líder, ese que cuida cada palabra, pidió los micrófonos: “Hay que corregir las cosas que hicimos mal y aprender, porque estas cosas siempre pasan por algo. A la gente le digo que confíe, este grupo no los va a dejar tirados”.

“Las cosas siempre pasan por algo”. Con el diario del lunes, esa declaración es luminosa.

El líder es aquel que ve la realidad antes que los demás y consigue que los demás lo sigan.

Ganando 2 a 0 en el minuto 70 con Países Bajos y Francia, en partidos casi cerrados, le empatan y el líder va. Sísifo de la pelota. Pura resistencia psicológica.

Difícilmente con el 2 a 2 ante Francia alguien haya atinado a gritarle a Messi que corra, como lo hacían en la final de Brasil. Ayer, el respeto era total, no importaba que estuviera caminando. En vos, confiamos. Y metió el tercero.

Y después del tercero metió su quinto penal en la Copa con una elegancia de papi fútbol. Es el único ser humano que ganó un Mundial, Copa América, Juegos Olímpicos, Champions, Mundial de Clubes y Balón de Oro. Con 35 años, desafió al tiempo y le ganó. Tiene todos los motivos del mundo para ser soberbio. Pero no.

Messi nos hackeó, nos extrajo la argentinidad al palo y nos enseñó a tramitar hasta nuestros modos de presionarlo a él. Un pedagogo.

Nunca en ocho años de emigrado tuve tantas ganas de estar en Buenos Aires. Algo de la emocionalidad que recorren las calles porteñas tiene que ver con esta nueva referencia global de la Argentina. Lionel actualizó nuestro sistema operativo. Viene mejorado.

No es el qué solamente, no se trata de haber ganado un Mundial. Sino también del modo, del cómo lo conseguimos. El mundo quería verlo ganando y él le dio el gusto.

Con tu chispa divina, nos iluminaste el rostro y nos encendiste el pecho. Tenemos en el alma una estrella dorada de felicidad.

Ya está, capitán, nos has hecho mejores. Gracias por tenernos paciencia y cumplir tu palabra: no nos dejaste tirados, nos levantaste tan alto que tocamos la eternidad.

Artículo publicado en el diario La Nación de Argentina


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