Desde hace unas semanas hemos venido abordando tópicos propios de nuestra formación y ejercicio del Derecho urbanístico. Algunas opiniones de mis lectores, manifestadas directamente, nos permiten elucidar algunas ideas donde la inquietud común que subyace es: ¿cómo arreglar nuestras ciudades? Confieso que jamás he querido asumir posturas prototípicas de oráculo, gurú, vaticinio, cábala o cualquier forma histórica de “adivinación”. Ni se diga de profeta. Quien pretenda, en el mundo moderno, eregirse como fuente del saber a través de estas prácticas tribales, ni es profesional ni es moderno. El papel de un experto siempre deberá circunscribirse a la solución permanente de los “dilemas” donde sólo la experiencia científica posee la capacidad para incidir en las decisiones. Si al contrario, es para debatir sobre los problemas, entonces, ningún plus aporta ser el mejor o de media promedio como especialista. Esta advertencia se trae a colación porque no puede leerse este artículo como carta nigromante ni como catecismo para duchos o consuelo de quien pretende imponer una razón para materializar oscuros intereses a costa de la ciudad. Solo buscamos reflexionar sobre aquello que ha funcionado en otras latitudes para mejorar el hábitat urbano, y que, tras su adaptación, pueda servirnos para rehabilitar la ciudad venezolana que vive un notorio deterioro en sus más elementales indicadores.

Una de las técnicas contemporáneas ensayadas por el urbanismo para solventar problemas propios de las urbes, y protegidas por el Derecho urbanístico, radica en lo que se conoce coloquialmente como “Urbanismo táctico”. Esta expresión comienza a tomar carta de naturaleza entre 2010 y 2012 en los Estados Unidos, aunque la literatura especializada ubica sus orígenes en el siglo XIX en los movimientos de la llamada “Internacional Situacionista” que definiría conceptos como la psicogeografía o psicourbanismo (Aparicio Rengifo, R. y Flórez González, F. (2022). “Urbanismo táctico: alternativa para mitigar impactos en la movilidad de la Galería Central de Palmira”, en: Cuadernos de Vivienda y Urbanismo, n° 15, p. 6). Independientemente sobre sus mocedades, pues, en esta oportunidad no queremos que el presente texto sea para una revista científica sino para la opinión pública que nos lee semanalmente, el urbanismo táctico puede entenderse como un proceso de intervenciones, microfocalizadas, de bajo impacto y presupuesto, con el objeto de vincular los distintos actores locales en las mejoras de la aplicación de la planificación urbana formalmente establecida.

Como bien apunta la catedrática Johana Hernández Araque (Uruguay), el urbanismo táctico es una “forma contrahegemónica de pensar y construir espacios públicos de la ciudad. Emerge en un momento en el que existe una crisis de gobernanza multisistémica, que impulsa a ciudadanos, organizaciones y colectivos urbanos principalmente a buscar respuestas con celeridad a problemas” (Urbanismo táctico: reivindicando la participación y el uso de los espacios públicos. En: Astrágalo. Cultura de la Arquitectura y de la Ciudad, n° 30, 2022, pp. 207-208). Esto nos lleva a identificar tres elementos característicos en el urbanismo táctico: 1.- Acciones precisas y heterodoxas de intervención urbana. 2.- Forma alternativa ante la incapacidad de las tradicionales acciones de ejecución planificadora, sea por la corrupción e incompetencia, o bien por limitaciones presupuestarias. 3.- Compromiso de todos los actores urbanos, dejando de percibir al ciudadano como un mero receptor pasivo de los beneficios de la ciudad. Vamos con calma en el análisis de cada uno de ellos.

En cuanto a las acciones precisas y heterodoxas de intervención urbana, no es cualquier hecho o adición sobre el perfil de la ciudad o su equipamiento. Tampoco es colocar uno que otro artilugio. Ni siquiera es imponer obras estéticas o típicas en ejecución de un programa de actuaciones urbanísticas. Estos hechos van precisamente extraplanificación, es decir, que no son contemplados en las estrategias ortodoxas que definieron las autoridades urbanísticas al momento de plasmar los instrumentos de planificación vigente (si es que existen). Generalmente las acciones se asocian a la acupuntura urbana, es decir, intromisión detallada que casi siempre responde a la implementación de medidas no conocidas en el pasado. A veces este accionar puede reducirse a colocar unas formas de pintura sobre la calzada o reubicar mobiliario urbano ya existente. En fin, como afirma Hernández Araque debe ser contrahegemónica.

En segundo lugar, lo que gatilla la aplicación de urbanismo táctico es la consecuencia de la incapacidad de poner en ejecución las acciones tradicionales típicamente contempladas en la planificación urbana. Esto nos lleva a la crisis de gobernanza urbana, vinculada a dos casi crónicas visitantes en las administraciones urbanísticas públicas: la incapacidad técnica y la ausencia de recursos financieros. Sobre la incapacidad no debe llamarnos a eufemismos aquello que a veces sufren las ciudades, como es la ausencia de un personal técnicamente cualificado que permita responder a las contigencias urbanas propias de nuestra sociedad del riesgo. En cuanto a la carencia de recursos, esto se ha venido instalando como elemento casi objetivo, pues, los déficits crónicos de los Estados, entidades federales y municipios, se debe más que a todo por la alelada concepción de premiar el gasto público que el concepto de inversión pública. Ante las cada vez más apremiantes necesidades, los recursos fiscales se ven agotados para satisfacer las más elementales partidas presupuestarias. Los impuestos ya no soportan más incrementos so pena de destruir a la propia ciudad, y entrar en el terreno de la confiscatoriedad.  Y acá sucede la fatalidad. Cuando el gobernante debe meditar cómo distribuir los pocos recursos, sin contar, que se incrementa la merma ante la corrupción, es evidente que primará los intereses de su propia supervivencia política a costa de los exigidos por la ciudad. Cuantas veces no oimos –vox populi– que ningún alcalde gasta dinero en el mantenimiento o sustitución de cloacas porque esas “no se ven”. Prefiere usar el poco dinero destinado en urbanismo para llenar la ciudad de publicidad que solventar un gravísimo problema urbano como es la insalubridad de las aguas servidas. En pocas palabras, es la crisis fiscal la que motiva la adopción del urbanismo táctico.

El tercer componente de la técnica abordada en este artículo, es la necesaria participación de los actores vinculados en las intervenciones quirúrgicas urbanas. Esto nos obliga a replantear el viejo esquema del ciudadano-receptor, que, con el solo hecho de acreditarse como ciudadano, es un minusválido al cual deberá cumplírsele todas las exigencias del derecho a la ciudad. Un vasallo urbano para ser más preciso. En el urbanismo táctico este vasallaje es desplazado por un concepto de administración urbana corporativa que autoriza al ciudadano o a las organizaciones que se desarrollan en la ciudad para intervenir en las acciones de acopuntura ya explicadas. No es solo porque se es contribuyente lo que legitima a la toma de un papel de más actividad. Sencillamente materializar el derecho a la ciudad no sólo es obligación de la administración pública.

A estos elementos agregaríamos la importancia geolocalizadora de intervención. Nos explicamos. No basta con acupuntura urbana sobre una calle o plaza, sino, la operatividad sobre íconos urbanos multifuncionales (sociológico, estético, arquitectónico, jurídico, etc.). La microescala del accionar debe necesariamente responder a la genética del asentamiento (urbanización, barrio, etc.) y de sus ciudadanos para entender que el vínculo con la ciudad es una relación también sentimental con el territorio. Por ello, como vimos, el urbanismo táctico es transicional, no permanente, donde, lo más importante es que no se transforme en una panacea. Si esto último ocurre, entonces, se abriría la puerta a la más desesperada de las informalidades para nuestra ciudad. He allí el peligro de una prometedora solución a nuestros problemas.


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