Las naciones que en el siglo XX fueron sojuzgadas por el totalitarismo se toparon en su tortuoso devenir con la misma encrucijada en la que decidieron el futuro de varias generaciones, aunque, como bien se sabe, no todas emergieron victoriosas de su respectivo trance.

Sociedades como la española, la cubana o la china, por mencionar solo tres de los estrepitosos fracasos en materia de libertad de la historia reciente de la humanidad, que conforman una extensa lista, fallaron junto con el mundo democrático y por diversas razones durante los breves momentos en los que cada una tuvo al alcance de las manos una real oportunidad emancipadora, y los costos de sus errores fueron tan elevados que algunas, como las dos últimas, aún los siguen pagando en sus vetustas prisiones.

Cierto es que los acuerdos sin los que no se hubiera podido establecer la necesaria alianza con la que se derrotó a la mayor de las amenazas de esa centuria, el nazismo, lejos estuvieron de allanar el camino a una era de libertad para todos en todas partes, por cuanto constituyeron en conjunto, entre otras cosas, una licencia para la fagocitación que le permitió al insaciable comunismo devorar los fundamentales derechos de cientos de millones de personas en cuatro continentes, y cierto también es el hecho de que la devastación y el desgaste psicológico ocasionados por la Segunda Guerra Mundial, y los múltiples intereses que surgieron con el inicio de la Guerra Fría, una inmensa fuente de dislates, dejaron un amplio margen para el establecimiento o consolidación de otros regímenes dictatoriales, como el franquista —ya afianzado para entonces—, pero es innegable que el denominador común en tales historias de fracaso fue la ausencia de movimientos, amplios en sus composiciones y coordinados en el accionar, con los criterios y la capacidad persuasiva necesarios para movilizar de efectivo modo a ingentes fuerzas internas y externas en pro de la causa democrática, y al no existir, no hubo tampoco posibilidad de aprovechar los momentos de mayor debilidad de las tiranías de turno para asestarles el mortal golpe redentor.

Si se piensa, verbigracia, en la intelectualidad española de izquierda que se opuso a Franco, ello se hace patente, ya que el fanatismo con el que se abrazó en su seno la doctrina marxista le impidió erigirse en puente entre los distintos sectores de su sociedad inconformes con el sistema instaurado, sin mencionar que en su ciega fe en opresores tomados por salvadores, como Stalin o Castro, fueron una y otra vez defraudadas muchas de sus destacadas figuras por no haber estado aquellos jamás interesados en luchar contra sus criminales pares, menos en favor de una libertad que ellos mismos constriñeron de igual o peor forma, lo que con el tiempo contribuyó a atomizar todavía más a una oposición en la que, de por sí, no todos se dejaron obnubilar con la ficción de las bondades del comunismo que se proponía como única alternativa aceptable. Como resultado, padecieron los españoles una longuísima noche de sufrimiento y muerte hasta que, finalmente, el propio fallecimiento del cruento dictador y las «locuras» de un tal Adolfo Suárez, aquel coloso como pocos, y de un inteligente rey, hicieron que despuntara en España lo impensado; no el nefasto comunismo, sino una auténtica democracia.

Lo anterior viene a cuento porque en este punto de la era del resurgimiento del totalitarismo, con recursos que podrían llevarlo a inimaginables niveles de perversidad, parece haber llegado Venezuela a la encrucijada en la que se arriesga el futuro de varias generaciones, dentro del agravante marco de una muy seria amenaza a su supervivencia como el país que hoy conocemos, en virtud de la pugna entre los intentos de suma de una fuerza externa que respalde las acciones emancipadoras de la ciudadanía y los de minado de tal posibilidad para el definitivo cierre de la puerta que conduce al único camino hacia la libertad que ha dejado la completa descomposición del estamento militar de la nación.

Se trata de un crucial momento en el que los más tenemos la obligación de impedir que el autoengaño de unos pocos —quienes, por supuesto, deben ser respetados en el ejercicio de su legítimo derecho a autoengañarse— nos arroje a la peor de las prisiones a todos los venezolanos del hoy y de un mañana que podría no resultar tan cercano, y para hacerlo es menester que, en primer término, seamos capaces de diferenciar con meridiana claridad las falsas soluciones, las de los reiterados fracasos, de aquello que sí puede ayudarnos a obtener la victoria en nuestra lucha por la libertad.

En esto será clave, por ejemplo, una madurez que permita separar el aprecio que sentimos por determinados actores del país de los juicios sobre sus planteamientos derivados de su análisis a la luz de los hechos, de la evidencia; una tarea no tan difícil si se considera la pobreza de los argumentos con los que intentan ellos defender lo inconveniente: el supuesto rescate del valor del voto —que para ningún venezolano en verdad demócrata ha perdido su valor o su justo lugar según el contexto— que se reduce a la aceptación de lo seudoelectoral por mero electoralismo; la supuesta prevención de un «baño de sangre» desde la negación de un dosificado exterminio en el que ya se cuentan en millones las pérdidas de vidas acumuladas durante 22 años y provocadas tanto por la violencia combinada de un hampa nada común, grupos terroristas y fuerzas del Estado, como por una rampante hambruna, un sinfín de enfermedades prevenibles y curables, y un largo etcétera; la supuesta necesidad de mostrarle al mundo democrático la naturaleza de un régimen al que no solo conoce bien ese mundo, sino al que tiempo ha que no se le reconoce ni un ápice de legitimitad en los principales centros de poder de aquel; la supuesta conveniencia de jugar la carta del fingimiento de una fuerza que no se posee contra una tiranía que ha infiltrado todos los niveles de la oposición y, por tanto, sabe mejor que esta —fragmentada como está en pequeños grupos que desconfían unos de otros— cuáles son sus principales fortalezas y debilidades; la necesidad de aprovechar la supuesta ventaja estratégica que a la misma oposición le dan unas sanciones que priva de algunos recursos financieros a un emporio acusado de manejar ilícitos negocios que garantizan el mantenimiento de su estructura represiva; y la lista continúa.

Asimismo, es menester que se vea de igual manera el error por el que no se ha movilizado una fuerza de apoyo externa más allá de las usuales declaraciones sin verdadera utilidad para lo coactivo, esto es, la falta de un diálogo directo con la opinión pública del mundo democrático que la haga sumarse con ardor a nuestra causa y, en consecuencia, la convierta en el elemento de presión requerido para que los Gobiernos aliados pasen de las palabras y los buenos deseos a una acción concreta.

Mientras el régimen ha mantenido un gigantesco aparato de propaganda internacional que, si bien no puede lavarle el rostro, le funciona al menos para no ser visto por esa opinión pública como un sistema tan avieso como el nazi o el soviético —aun cuando sí lo es—, a nadie del «liderazgo» opositor se le ha ocurrido jamás hablarle y mostrarle el rostro desnudo de la tragedia venezolana al ciudadano común del mundo democrático con la intención de hacerlo consciente de su gravedad y, así, tocar sus más profundas fibras.

Hay que reconocer con un constructivo sentido de autocrítica este error y actuar en consecuencia. De tal modo, comenzará a tornarse factible lo que los autoengañados promotores del autoengaño aseguran que ha fracasado pese a no haberse llegado siquiera al intento en ese camino.

En todo caso, es mucho lo que está ahora en riesgo en Venezuela como para no tomar las decisiones correctas.

@MiguelCardozoM

 

 


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