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La expresión que titula, que repiten a menudo políticos y comentaristas norteamericanos, acuñada para la economía por el estratega James Carville en la campaña presidencial de Bill Clinton, advierte lo que es evidente; pero que por evidente no lo toma en cuenta la opinión pública, presa de la inmediatez, menos, siendo lo peor, las élites políticas, por mejor entrenadas para hacer diagnósticos y explicar el curso de sus muchos yerros en un tiempo de incertidumbres.

La cuestión viene a propósito de ese edificio intelectual global y posmoderno hoy en construcción. Por ser deconstructivo nos invita a observar sus partes singulares como si tuviesen identidad propia y ninguna relación con las otras que lo forman; ello a pesar de que todas a una se sostienen en pie por contar con una columna interna oculta que las amalgama. Me refiero, exactamente, a la coincidencia temática y de argumentos que, desde ángulos en apariencia opuestos y que se excluyen, muestran las elaboraciones declarativas del “progresista” Grupo de Puebla –causahabiente del Foro de Sao Paulo, que asume el socialismo del siglo XXI hace 30 años para rebautizar al comunismo tropical cubano– con aquellas del Foro Económico Mundial de Davos, a propósito de su “Gran Reseteo o Gran Reinicio”. Casualmente, son las mismas líneas de pensamiento que contienen la Agenda 2030 sobre Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas y varios documentos pontificios, salidos de la mano del papa Francisco.

La gobernanza digital y la igual primacía del cosmos, ambos ponderados por estar sujetos a las leyes matemáticas predictivas y las de la evolución: una y otra emparentadas, sin mengua de la virtualidad de la primera, con las prédicas del materialismo histórico que prosterna a la razón natural e iluminada de lo humano; las cuestiones identitarias que surgen como realidades sustitutivas de la nación y a la manera de líneas punteadas, con hitos propios que se despliegan hacia adentro sobre la geografía y los límites de cada Estado; lo que es más ominoso, enfrentadas tales identidades en lucha agonal unas a otras bajo el derecho a la diferencia, dejando atrás la simplificada lucha decimonónica entre industriales y obreros; en fin, la proscripción, por incorrección política sobrevenida, de los sólidos culturales milenarios judeocristianos, vistos como resabios del fanatismo medieval; hacen parte todos ellos del debate globalista en curso. Logran consensos antes  inimaginables, entre la extrema izquierda y la derecha capitalista salvaje y desregulada.

No por azar, lo he repetido machaconamente en notas y columnas anteriores, la nueva normalidad y su distanciamiento social implica la reducción del Hombre –varón y mujer– a sus madrigueras o cuevas platónicas. Desde nuestros sitios de encierro no miramos sino las propias sombras, confundiéndolas con la luz de lo real. Al paso ejercen su dominio o gobernanza, sea los dueños de las grandes plataformas y redes digitales, que a todos nos miran como usuarios y números, no como ciudadanos, sea la Pacha Mama o naturaleza, cuyos feligreses verdes consideran que somos elementos objetivos iguales a la tierra y las aguas y en las que hemos de metabolizarnos fatalmente. El Hombre como príncipe de la Creación o criatura racional perfectible, se ha vuelto resabio incómodo, de allí la necesidad de que se conserve la disciplina de su distanciamiento, y eso hacen los gendarmes del siglo XXI.

Al cabo, todo esto se predica sin que se lo haga evidente por los apóstoles del globalismo. A tirios y troyanos nos vienen englobando. Los logros de la tercera y cuarta revoluciones industriales –la digital y la de la inteligencia artificial– de suyo le prometen al mismo Hombre certezas, ante sus yerros como individuo, y protegerlo como lo único que habría sido y no ha dejado de ser hasta el momento: Homo Homines Lupus, el Hombre como lobo del Hombre. De modo que, si ayer fue el Leviatán o Estado la solución de la modernidad, llegada la modernidad al final de su historia ese “derecho social” al Estado que reclaman los miembros del grupo poblano se reduce a la búsqueda de un Estado mundial providencial, el de Internet y la transición ecológica. Son la diarquía del poder contemporáneo posliberal, posmoderno, posmarxista, posdemocrático y promotor de la posverdad.

En este marco de consideraciones, que es apenas una apertura para la reflexión y el debate pendientes desde 1989, los signos de aceleración que trajo aparejada la pandemia universal de origen chino solo han servido para autorizar, en nombre de la vida, la reinstauración de Estados autoritarios, que para lo sucesivo serán meras franquicias al servicio de la “Diarquía” ya imperante. Se difuminan en su importancia, paradójicamente y por irrelevantes para la comunidad internacional, las satrapías de Venezuela, Nicaragua, Ecuador hasta ayer, Bolivia, a las que busca emular El Salvador.

Así se explica que, ante el conjunto de lo antes expuesto y el logrado sincretismo de laboratorio entre las izquierdas y las derechas en Occidente y su inocultable maridaje instrumental con el crimen organizado transnacional, salte sobre la mesa como denominador común inesperado el catecismo de Marx: “Solo existe un solo medio de abreviar, simplificar y concentrar las angustias de la muerte de la vieja sociedad, los dolores de parto de la nueva sociedad: el terrorismo revolucionario”. No es casual, por lo visto, lo ocurrido en Estados Unidos, Chile, Ecuador, Perú, Bolivia, Nicaragua, Cuba y ahora Colombia, laboratorios comunistas en una era de poscomunismo.

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