Y ¿cómo huir cuando no quedan islas para naufragar?”. (“Peces de Ciudad”, Joaquín Sabina).

No sé si a ustedes les pasará, pero yo, a medida que he ido avanzando en la vida, me he ido dando cuenta de que no solo no existen verdades absolutas, sino que la verdad, como tal, es un término variable, que va cambiando con el contexto como nosotros cambiamos con los años. Esto, en primer término, parece obvio, pero hay verdades universales que deberían mantenerse sólidas, para cimentar la construcción de nuestra existencia.

Sin embargo, cuando te vas dando cuenta de que el lugar donde querías llegar no es lo que habías imaginado, cuando entiendes que la supuesta meta no es un final, sino el comienzo de una nueva etapa de lucha, que los problemas no acaban, sino que se transforman en nuevos problemas, si cabe aún más difíciles de afrontar y llegas a entender que nunca alcanzarás la meta, es cuando comprendes lo absurdo de la existencia.

Cuando me paro a pensar que quedará de mí, de mi insignificante paso por este mundo, que sin duda ha de acabar, me doy cuenta de que una vez que muera el último de los que me conocieron, toda mi existencia se habrá volatilizado como un hielo al sol de agosto. Esto, en determinadas ocasiones puede ser un consuelo, pero en otras te hace comprender lo equivocados que estamos.

“¿Qué cosa quedará de mí, del tránsito terreno?; de todas las impresiones, que tengo en esta vida”. (Franco Battiato).

El ser humano es, probablemente, el único animal que no disfruta nunca de su vida en plenitud. Tal vez tenga que ver con que somos los únicos conscientes de que un día moriremos. Los otros animales que pueblan la tierra, y digo los otros porque animales somos, no son conscientes de que un día acabará todo, como lo es el ser humano. Y si no fuera porque somos en extremo imperfectos, esto debería ser un acicate para exprimir la vida, para dar gracias por cada amanecer, por cada soplo de viento, por cada gota de lluvia. A fin de cuentas, la existencia misma es un milagro, en este universo de piedras yermas flotando sin ningún sentido ni propósito.

Y sin embargo, aquí estamos, luchando hasta la extenuación por conseguir más, más dinero, más posesiones, más logros, más fama, más reconocimiento; y en esa lucha, ignorando el camino para llegar a esa meta, no somos capaces de disfrutar o al menos de ser conscientes de que la vida es eso que está ocurriendo, no lo que está por venir.

Yo, que en estos años estoy perdiendo la esencia misma de quien fui, convirtiéndome en otro al que muchas veces no reconozco, en lo bueno y en lo malo, echo de menos al joven que fui, al niño que fui, y comprendo que este joven, este niño, no solo ha muerto, sino que yo lo he matado. Con mis errores, con mis faltas, con mis actitudes, con mi desapego y, por qué no, con mis aciertos. Y si pudiese, si un día me encontrase con el que fui, solo le daría un consejo; “no pierdas tu esencia y no pierdas la ilusión”. Porque en la pérdida de esa esencia he perdido tantas cosas que son irrecuperables, que ya no quedan islas para naufragar, a las que poder huir.

Oiga doctor, devuélvame mi fracaso. No ve que yo cantaba a la marginación. Devuélvame mi odio y mi pasión, doctor, hágame caso. Quiero volver a ser aquel payaso, con alas en los pies”. (“Oiga doctor”, Joaquín Sabina).

No sé cuánto daría por volver, aunque solo fuera un día, a ver a mi madre reírse, a oler sus croquetas; a esperar, esos domingos de primavera, a que mi padre subiera del kiosco de prensa que había en mi calle con el Mortadelo que nos compraba a mi hermano Javier y a mí. A subirnos los cuatro al Seat 131 para ir a la casa de campo, a los merenderos, a pasar el día.

Cuando pienso que todo eso no volverá, me pregunto si entonces fui consciente de lo feliz que era, en una época en la que todavía no había tenido tiempo de emborronar las páginas de mi existencia.

Todo esto no quiere decir que ahora no sea feliz, pero sí que a los muchos motivos de felicidad que tengo en mi vida, se han sumado muchos otros de tristeza y amargura. Ahora, que yo soy el padre, me pregunto si alguna vez habré estado a la altura y si mis hijos recordarán su niñez como un tiempo de felicidad, como la recuerdo yo.

No volveré al cuarto de estar de mi casa, de la casa de mis padres, a desayunar los sábados viendo la bola de cristal. Aquel niño ya murió.

Recen por él.

Oiga doctor, a ver si tengo cura. Solo quiero ser yo, y ahora parezco mi caricatura”. (“Oiga doctor,. Joaquín Sabina).

@elvillano1970


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