El dilema del “Equipoise clínico”, también conocido como el principio de equilibrio clínico, proporciona la base ética para la investigación médica y supone asignar los pacientes equitativamente, doble-ciego, a los diferentes brazos de un ensayo clínico, para el bien común frente al bien individual.

El término fue utilizado por primera vez en un artículo esencial por Benjamín Freedman en 1987.

Los principales fármacos para combatir el coronavirus han sido utilizados por fuera de las indicaciones o usos clínicos, para las que  fueron aprobados (Off-Label), como por ejemplo la hidroxocloroquina de la malaria y patologías reumatológicas, y el remdesivir, el cual se desarrolló originalmente para tratar la hepatitis C y luego se probó contra la enfermedad por el virus del èbola, así como para el SARS y el MERS-CoV.

En el caso de un estudio clínico en curso, con el antiviral remdesivir, los investigadores decidieron descubrir a los pacientes que recibían placebo, y les ofrecieron recibir el medicamento, con base en el beneficio observado, de una recuperación más rápida, aunque, sin reducción estadísticamente significativa de la  mortalidad. El costo de esta medicación hace casi prohibitivo su uso como terapia estándar en Latinoamérica.

Nadie hubiese esperado que 2020 comenzara con este padecimiento del COVID-19. El día del brindis de fin del año pasado no estábamos al tanto de que un brote (cluster) de una neumonía atípica en la lejana ciudad de Wuhan (China) sería el comienzo de la pandemia del siglo XXI.

Ahora, a menos de seis meses después nos preguntamos: ¿Cuándo reanudaremos la normalidad cotidiana? ¿De qué y cuáles terapias se pueden favorecer los enfermos? ¿Cuándo finalizará esta pandemia? o si la vacuna vendrá el próximo año o con un retraso aún mayor.  Todas estas preguntas y otras producen gran incertidumbre, no solo en el ámbito médico, sino en todas las esferas de una sociedad.

Por supuesto, la expresión “intenta algo para ayudar durante este desastre «, a través de una política de ensayo y error, puede ser propio de temas de estrategia del mundo militar, ¿pero nos correspondería hacer lo mismo en los servicios sanitarios? Estoy seguro de que no.

El  tratamiento para el SARS-CoV-2, con excepción de  algunos profetas de los medicamentos, es hasta la fecha básicamente de apoyo sintomático.

Por ser una enfermedad potencialmente severa y mortal, nos toca a los médicos tomar decisiones improvisadas, entendiendo improvisación como el uso de  medicamentos todavía no probados, o «decisiones en caliente» respecto al tratamiento de la infección por el coronavirus.

Todos pudimos ver como el doctor Anthony Fauci, epidemiólogo estrella de la Casa Blanca, salió rápidamente a enmendar el capote al presidente y aclarar que la evidencia para el uso de hidroxicloroquina era “anecdótica”, después de que el presidente afirmara a la ligera que la hidroxicloroquina podría ser «uno de los mayores cambiadores del juego de una epidemia en la historia de la medicina».

Los juicios clínicos de cómo tratar la COVID-19 reclaman una ponderación equitativa entre el fuerte deseo de hacer algo (cualquier cosa) para tratar a nuestros pacientes y la confianza que nos da el método científico. Es  compleja la situación del médico ante una familia en incertidumbre y desespero, que angustiosamente nos pregunta: “Doctor, qué tenemos que perder? Esta frase se convierte en el mejor facilitador para indicar prematuramente terapias no validadas. Estamos entrenados para dar esperanzas a nuestros pacientes y no para quitárselas.

Si bien la urgencia es real y exige actuar rápidamente, el “Primum non nocere” hipocrático o «Primero, no hacer daño» debería estar presente en la selección de tratamiento para los pacientes con COVID-19. Las crisis no son excusa para rebajar los criterios científicos, mientras las pruebas que avalan efectividad están disponibles. A veces hacer menos es más.

Cuando un medicamento es administrado a un paciente que luego mejora, el sesgo humano natural es creer que el medicamento fue la causa de la mejoría. Por el contrario, si el paciente no mejora o muere por la enfermedad, tenemos perjuicios para razonar la lógica contraria.

En el manejo de algunas medicinas frente a la COVID-19, estamos presenciando el llamado Argumentum ad ignorantiam, una falsedad que consiste en defender una proposición, argumentando que no existe prueba de lo contrario y aprovechándose de una falla en el conocimiento, es decir, en la ignorancia.   Esta falacia deriva en quimeras de curación para la enfermedad.

Los médicos, a pesar de que somos entrenados como científicos de acuerdo con lo que llamamos «Medicina basada en la evidencia», al estar bajo estrés, puede verse afectada nuestra capacidad de procesar adecuadamente la información y nos exponemos, inevitablemente, a dejarnos influenciar por la urgencia del momento. Es nuestro deber estar pendientes de las rectificaciones de la ciencia del conocimiento, en constante evolución en esta pandemia. La OMS suspendió temporalmente, en su megaensayo “Solidarity”, el empleo de la hidroxicloroquina, por precaución, al observarse un aumento del riesgo de muerte y de arritmia cardíaca.  Los presidentes de Estados Unidos y de Brasil han sido obsesivos partidarios de este remedio. El “regalo de Dios”, porfiaba Trump y llegó a tomarlo profilácticamente a diario, porque lo encontraba “bueno”.

Como los felinos, corresponde movernos con rapidez pero con cautela académica y sobre todo abrir bien los ojos de la investigación clínica, para aprender cómo prepararnos lo mejor posible, para enfrentar con mayor eficiencia la próxima pandemia. Necesitamos saber qué funciona y qué no, para que las futuras generaciones tengan más medicina contra la falacias y menos ficciones «ad ignorantiam» (falta de pruebas). Por ahora, conviene leer La peste del novelista francés Albert Camus, no es un libro de medicina, sino sobre las pasiones humanas durante y después de un brote epidémico.

@santiagobacci

 


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