Pudiera interpretarse como un lugar común referirse a las implicaciones epistemológicas y “concienciales” de la pandemia originada por el covid-19. No está de más, como han hecho muchos pensadores, recordar épocas similares que han atemorizado en grado extremo a la humanidad ni tampoco resaltar que estamos en un momento penoso. No solo se trata de las difíciles condiciones sanitarias, afectivas, económicas y sociopolíticas generadas por la pandemia, sino también de la desasosegante sensación de estar en una especie de informe encrucijada. Pocos fenómenos, desde que se tenga noticia, han amenazado tanto a la humanidad en su completitud como esta situación o puesto en jaque a gobiernos, organizaciones internacionales y corporaciones económicas.

Ni las guerras mundiales del siglo XX, ni los enfrentamientos de la Guerra Fría, ni la Guerra del Golfo, ni los atentados terroristas de principios del siglo XXI en Estados Unidos y Europa ni el Estado o califato islámico (ISIS), ni las pesadillas del holocausto nuclear o las terribles y crecientes consecuencias del cambio climático, para solo dirigir la mirada a la última centuria, parecían extender sus dedos destructores sobre todo el planeta de manera tan rápida e ineluctable.

La terrible epidemia de la gripe aviar de 1918, conocida como Gripe Española, dejó millones de muertos, pero en tiempos anteriores a la globalización no se pensó o no se temió que se extendiera por el planeta entero de la misma forma, al menos, que ahora lo está haciendo este nuevo coronavirus. Ya aquí emergen elementos para la reflexión: la mundialización y la interconexión.

Nacido en una, para el Hemisferio Occidental, remota provincia china a la que, como en las historietas de las comiquitas, uno se imaginaría que solo se puede llegar excavando desde las antípodas y atravesando, ilusoriamente, la corteza terrestre, en pocas semanas traspuso simbólicamente la Gran Muralla y, en la realidad, todos los controles sanitarios de los diversos países del mundo. Se ensañó con Europa y ahora con América y ha vuelto a resurgir en Asia y amenaza terriblemente a África y Oceanía. Se hace más que evidente que el mundo se globalizó sin que existieran suficientes mecanismos regulatorios. Cabe preguntarse si una alerta temprana y vinculante, responsable, hubiera frenado la pandemia o disminuido su intensidad.

Ante el avance de la pandemia muchas personas se han hecho preguntas distintas. ¿Serán llegados los días apocalípticos y la purga de la humanidad? ¿Se producirá una hecatombe? ¿Será el coronavirus producto de un laboratorio diseminado como parte de una inaprehensible conspiración internacional? ¿Es un mal capitalista o una venganza comunista? ¿Habrá un colapso económico de incalculables dimensiones y efectos? ¿La humanidad cambiará tras la pandemia? ¿Surgirá una nueva consciencia “universal”?

Concentrémonos en esta última y quizá más piadosa pregunta. ¿Será posible el advenimiento de una consciencia universal más pura y solidaria, entre otras características? ¿El covid-19 marcará un hito, un antes y un después, para distinguir una época?

En cuanto a lo primero, sería iluso pensar que surgirá una consciencia universal más solidaria y holística. Prefiero no usar el calificativo de “antropocéntrica” para evitar la exclusión del entorno o disminuir la responsabilidad ecológica que, las más de las veces, parecería limitarse a una mera declaración de principios y subordinarse a intereses tecno-económicos que han distorsionado, potenciándolo, el lugar del ser humano. Valga recordar al respecto, entre otros trabajos y reflexiones recientes, la encíclica “Laudato si” del papa Francisco, cuyo título evoca la actitud y el pensamiento del gran santo de Asís.

En cuanto a lo segundo, los acontecimientos que marcan épocas o divisiones históricas solo son reconocidos por la posteridad. Aristóteles jamás se enteró de que era un filósofo de la Antigüedad ni René Descartes que vivió en los inicios de la Época Moderna. Homero jamás pudo entender sus aportes a la literatura y las religiones comparadas quizá porque él mismo ni siquiera existió. La humanidad “occidental” quizá no se imaginó estar viviendo entre 1945 y 1960 los prolegómenos de un cambio de época.

Más allá de la resaca producida por el impacto directo de la pandemia y la cuarentena que nos aísla, pero que no siempre sirve como motivo para reflexionar aunque sí para angustiarse, solo algunas sensibilidades percibirán el impacto de esta terrible circunstancia de la humanidad. Vernos débiles y temerosos, observar la llegada de animales silvestres a grandes ciudades desiertas y silenciosas, implorar impotentes a Dios los creyentes, esperar las soluciones de científicos y políticos, no será suficiente para hacernos repensar colectivamente nuestra singularidad que no superioridad como especie, como civilizaciones en conjunción, como seres diversos cultural y lingüísticamente, pero iguales en dignidad y especificidad biológica.

Destaca, sí, un hecho importante: la humanidad está interconectada, aunque no siempre percibamos sus consecuencias o solo las imaginemos en el plano teórico y en los modelos explicativos. Lo que afecta a una persona nos afecta a todos. En tiempos de globalización, disfrutar las comodidades de un país industrializado o talar un árbol en la Amazonía, opulencia y miseria, reconocimiento e invisibilidad y exclusión tienen una compleja transitividad.

Tomar conciencia de nuestra fragilidad humana y divulgar esa idea, transformada mediante el pensamiento, los sentimientos y las percepciones e intuiciones, incluido el arte en todas sus formas, quizá sean un aporte para enriquecer nuestra propia percepción sobre lo humano y sus límites. No sé si será posible llevar los mensajes a gran escala. Ojalá también la coyuntura de la pandemia sirviera de insumo a los gobiernos y políticos, a planificadores y empresarios, a quienes deben actuar conforme a principios y valores universales aunque también particulares (locales, si se quiere) antes que por intereses grupales, dogmas ideológicos o fines crematísticos.

A mí, en lo particular, me motiva a fijarme con mayor atención y nitidez en el contraste entre lo perdurable y lo desechable de nuestras vidas, entre lo trascendente, lo vano y lo prescindible. Sobre todo, el aislamiento me lleva a percibir la valiosa oportunidad de encontrarnos con nosotros mismos, con nuestros temores y angustias, con nuestros sueños y fortalezas, con los “otros” (desde los más próximos hasta los más lejanos, desde los valorados como tales hasta los negados y denigrados) y a vivir luego en plenitud, lejos de la engañosa propaganda del consumismo, de la posverdad y la monserga, ideológica o de cualquier tipo.

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