No hace falta decir mucho sobre el año 2020 y la pandemia de covid-19, no existe rincón alguno del planeta que no se haya visto afectado, sea por la infección de alguno de sus habitantes o por los efectos indirectos, políticos, económicos o de cualquier otra índole; es más, no me viene a la mente ningún Estado que no se haya mencionado en los medios que haya resultado ajeno a este fenómeno global.

Podrían contarse no de cientas, sino tal vez de miles y hasta de millones las informaciones propagadas en las redes sociales sobre la pandemia, precauciones y tratamientos, tanto preventivos como curativos, ni qué decir sobre las teorías conspirativas vinculadas, desde las de implementación de un nuevo orden mundial y cómo olvidar las de remedios caseros, plantas curativas, infusiones ancestrales y tratamientos mágicos que van desde la ingesta o inyección de lejía, dosis de aceite de malojillo y hasta la oferta de plasma para la salvación de infectados.

No nos pronunciaremos aquí sobre esos tan particulares tratamientos, pócimas o rituales, muchos de los cuales que no solo son un atrevimiento a cualquier aproximación al método científico sino un vil insulto a la mas básica inteligencia, sino que nos referiremos a otra tan importante y peligrosa pandemia como lo es la de la información y que tantos graves efectos ha causado, la infodemia, tanto de la propia covid como de otros mas específicos padecimientos.

Y es que hace ya algún tiempo hemos venido escuchando eso de noticias falsas o “fake news” y más recientemente de las “mentiras profundas” o “deep fakes”, muchas de ellas tan inverosímiles que pueden darnos mucha risa, pero que hay gente que las cree. Peor aún, las reenvían a otros que a su vez las tienen no solo como ciertas, sino que a sus promotores y divulgadores como autoridad y hacen lo propio sirviendo de replicadores. Viralizan un contenido que incluso puede tener poca importancia en cuanto al tema mismo, pero no podemos desatender las graves consecuencias que eso tiene, especialmente en sociedades sometidas por tiranías que bien han comprendido y se han perfeccionado en las artes del engaño y estas herramientas simbólicas y tecnológicas las utilizan sin el menor recato.

No podemos en muchos de los casos sino sorprendernos de cuánta imbecilidad aparece en las redes, no ya de la pandemia que se ha vuelto un pandemonium literal, sino de cómo a través de mensajes estupidizantes se desvía la atención de temas para los que no existe cuarentena ni suspensión, como las prácticas del ejercicio del poder político de espaldas a los más elementales derechos humanos. Prácticas que hemos visto no solo en sociedades típicamente azotadas por absolutismos, sino hasta en países que se refieren como defensores a ultranza de las libertades individuales.

El temor, y más específicamente el miedo como instrumento y como fin son utilizados para el control de la sociedad, a lo que se une ahora la estupidez e imbecilidad colectiva, todo ello para formar una tormenta perfecta, de la que a su vez nunca faltará quiénes de ella se aprovechen.

Veamos, ¿cuántos de nosotros no ha tenido esa sensación semejante a los síntomas que señalan se corresponden con el virus? ¿Alguno de ustedes han prestado mayor atención que antes a su respiración, a su ritmo cardíaco? ¿Quién ha evitado estornudar? Pues creo no somos pocos los que de coronavirus hayamos sido infectados psicológicamente, pero muchas más son las probabilidades de que lo hayamos sido pero por la infodemia, y es que hasta en la más estricta intimidad de nuestro pensamiento hemos llegado a dudar sobre si estaríamos infectados o no, incluso creo que aquellos que piensan que la pandemia no es real hasta lo han analizado.

Pues sí, la pandemia es real y a pesar de que no tenga la mortalidad de otras afecciones y que al final de la historia todos de algo vamos a morir, esto es un tema que debe dejarse pasar sobre la mesa, ni mucho menos negar, no solo del aspecto sanitario y de salud pública, que ya por sí es un tema complejo y preocupante, sino desde el aspecto de las libertades civiles y entre ellas una que es esencial en los Estados democráticos como lo es la libertad de expresión.

La libertad de expresión y de opinión es sagrada y hemos de condenar completamente cualquier limitación que pretenda hacerse de ella y por cualquier medio, pero en momentos como los que actualmente atravesamos, tanto global como en nuestros contextos más cercanos, no sería extraño que con la supuesta justificación de evitar «los daños» generados por esos llamados en español «bulos» se impongan requisitos que no son más que restricciones a quienes deseen libremente manifestarse. Esto puede darnos algunas ideas de quiénes se ven beneficiados con tales prácticas, por lo que tampoco nos sorprende por qué habrá determinados actores sociales y políticos que han hecho de su verbo la más fiel descripción de la mentira y el cinismo, no solo para el desvío de atención de graves temas de corrupción, sino para crear todo un sistema de banalización de graves violaciones que hagan parecer las perversiones del tales regímenes como actos normales y cotidianos ante más transgresiones mayúsculas.

Como en diferentes foros se ha tratado, la mejor manera de evitar más que la creación de esas noticias falsas o bulos, es la de no ser participes de su difusión, por lo menos voluntariamente, lo cual se logra entre otras formas o solo no transmitiendo sino no siquiera prestando atención a ninguna noticia o información que no provenga de una fuente verificada, e incluso así, deberá dudarse de su veracidad, por lo menos hasta tanto no haya sido constatada con diversas fuentes, escepticismo que particularmente ha de tenerse frente a medios «oficiales» en aquellos casos de sociedades bajo regímenes totalitarios.

La pandemia es una realidad, incluso aunque haya quienes persisten en negarla o señalen que no tiene una gravedad como la divulgada, existe; los bulos, las «fake news» y «deep fakes» también, y quienes se benefician de ellos, sea por su creación, divulgación y sus efectos, o justificándose en los mismos coartando la libertad de otros, también son una ineludible realidad, pero como si no fuera suficiente, y peor aún, en sociedades con graves deficiencias institucionales, con gran preocupación hemos de ver el brote y expansión de lo bien podemos denominar la estupidemia.

La estupidez, entendida no como insulto sino como la actuación sin razón y falta de inteligencia, o más simple aún en el contexto que nos encontramos, todas esas medidas que se toman para enfrentar el coronavirus y que más allá de que puedan tener algún efecto, eran previsibles y viables para los mismos fines la adopción de medidas menos invasivas a los derechos de las personas o que resulten en otras situaciones de tensión social que bien sabemos quienes se aprovechan de las mismas.

Pongamos como ejemplo la situación conocida por todos sobre las famosas e infames mascarillas. ¿Usarlas o no? Una respuesta sencilla y que pareciera sensata es que sí. Debe hacerse. Sin embargo, bastante válidas son también las posturas de quienes ante una situación de gran distanciamiento opten por no hacerlo.

Aquí el asunto de las mascarillas y su obligatoriedad, en la que más allá de la capacidad según sus características de prevenir la propagación del virus, ha resultado en motivo de discordia social entre quienes pretenden presentarse como guardianes de la salud general, condenando a quienes incluso a una distancia no solo prudente, sino imposible de constituir riesgo alguno, es sujeto de amenazas, qué decir de las alcabalas o puntos de control en el que los funcionarios policiales (incluso militares) verifican el uso en el vehículo de las famosas máscaras, ello so pena de ser el conductor no solo amonestado, sino detenido con otros infractores.

Merece especial atención en momentos como estos la actuación de las autoridades y la idea de derecho, particularmente de lo que se nos ha pretendido vender como potestades durante los llamados estados de alarma, de emergencia o excepción, ya que son instrumentos preferidos de los tiranos para recrudecer sus despóticas prácticas, que por lo general van acompañadas de un típico lenguaje belicista en contra de la epidemia y contra el virus (otra estolidez más) cuyo real destinatario no es otro que el ciudadano común que no solo está a merced del virus, del que puede potencialmente infectarse, sino también del despotismo, del que siempre, en mayor o menor grado padecerá como víctima.

Cuarentena, toque de queda y distanciamiento social, y en sociedades sumidas en situación de miseria producto de tales regímenes que hemos comentado, recortes de servicios públicos,agua corriente, electricidad, Internet, transporte, inseguridad,  racionamiento de gasolina, de alimentos, de medicina, son solo algunas de las medidas que podrían ser resultado de esa estupidemia, muchas de ella que si bien entendemos serían necesarias para hacerle frente a esta prueba que atraviesa la humanidad toda, pero cada sociedad a su manera, con sus imbecilidades y estupidez que le son propias, voces que en modo alguno se usan a modo de insulto, incluso por el contrario, como forma de autocrítica y de esa manera procurar acciones y medidas efectivas, hoy para atender la pandemia, mañana y luego para lograr una sociedad de hombres libres de pandemia, de infodemia, de estupidemia, simplemente libre de toda tiranía y de la abyección que le es propia, pero de esto hablaremos luego.


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