De repente, ya no parece posible distinguir entre la urgente realidad basada en hechos comprobados que nos trae a diario cierto periodismo internacional, y otra que fluye y persiste por las redes sociales como río fuera de madre, construida con especulaciones a cual más disparatadas.

Se necesita un olfato bien afinado para no alarmar y hacer el ridículo si tomamos en serio estas especulaciones, de las que no escapan ni las más reputadas agencias internacionales de noticias, tiempo atrás ejemplos inmutables del apego a la verdad de los hechos.

Que el ejercicio del periodismo se vea afectado colateralmente, con la tenebrosa pandemia que encierra nuestros días, ya es harina de otro costal; pero nos obliga a reflexionar y actuar con toda la serenidad posible.

Veamos, por ejemplo, que si algo se ha convertido en rutina en Venezuela son las desapariciones de activistas políticos, dirigentes sindicales, ambientalistas, periodistas, jóvenes oficiales de la FANB y sus familiares y, por si fuera poco, ex ministros de la Defensa y ex jefes de los aparatos de inteligencia del chavismo y el madurismo.

En casi todos estos casos las capturas fueron hechas en visitas nocturnas por agentes que cubren sus rostros con capuchas, visten de negro, portan armas de alto calibre y nunca exhiben la orden de un juez. Los apresados a veces son llevados ante un tribunal y se les asigna un defensor de oficio (o “sin oficio conocido”) luego de largas diligencias de sus parientes, o de activistas de las organizaciones no gubernamentales y de las denuncias de los periodistas venezolanos.

A algunos de estos presos se les asigna la casa por cárcel, se les prohíbe dar declaraciones a los medios y deben presentarse ante un tribunal en fecha precisa y reiterada. A otros se les niegan las visitas y las comunicaciones telefónicas con sus familiares: pasan a vivir en un inframundo de sombras y silencios.

Pero estos desaparecidos no parecen interesarles a ciertos corresponsales en sus rápidas expediciones por Venezuela. Solo les interesa un instante, lo que pueda “darle brillo” a su labor y atractivo a su nombre. Desde luego, existen excepciones y, de paso, recordemos no sin nostalgia a aquellos corresponsales, maestros indudables de la noticia, que marcaron nuestras vidas profesionales.

Hoy los presos y los perseguidos venezolanos, las víctimas de la represión y el calvario que viven sus familiares, el deterioro de nuestras instituciones democráticas, la violencia y el control que ejerce el gobierno en todos los órdenes de la vida, el derrumbe social en cámara lenta que ocurre ante los ojos de un continente que permanece impávido ante la destrucción ambiental arrasadora y siniestra que, tarde o temprano, los afectará a ellos también. Esta tragedia no parece merecer despachos insistentes, reveladores y valientes, sino ficciones.

Conviene servir la mesa con un par de recientes “fenómenos informativos” que han sacudido la opinión pública: la desaparición durante algo más de un mes del dictador de Nicaragua, Daniel Ortega, que motivó un tsunami de especulaciones a cual más disparatada, que puso de bulto la ausencia absoluta de la libertad de prensa en ese azotado país. A Ortega ni siquiera le inventaron un leve accidente cerebrovascular y quizás hubieran acertado.

Por suerte nadie quiso creer (o crear) que se había muerto, como pasó con el dueño de Corea del Norte, de quien se dijo que estaba grave luego de una intervención quirúrgica de urgencia de la cual no se había recuperado, y que su hermana tomaría las riendas del poder como suele suceder con las dinastías orientales.

En este caso, debemos resaltar que el gobierno de Corea del Sur se portó a la altura y nunca se atrevió a caer en la desmesura de vulnerar los hechos alentando las mentiras sobre la salud del líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, con lo cual demostró que Seúl sí tiene informantes competentes.

Esto nos remite a una cuestión fundamental que toca a las redes sociales, a las agencias de noticias y a los propios periodistas sobre la antigua e inevitable norma fundamental de atenerse a los hechos probados y comprobados hasta donde sea posible.

Recordemos que los periodistas venezolanos han conducido y llevado a término investigaciones impecables sobre la insólita y delictiva destrucción del ambiente en el sur del país, que no han podido ser desmentidas por los desvergonzados medios del oficialismo. Y ni qué decir de la situación desastrosa en las cárceles, en las escuelas y los hospitales, en los lejanos pueblos del interior colonizados por el narcotráfico.

No es necesario advertir sobre lo dañino que para una sociedad como la venezolana significa el hecho de que la verdad siempre sea sustituida por una mentira oficialmente producida, o inducida mediante “fuentes que exigieron no ser identificadas”. Todos los periodistas tenemos fuentes y hemos vivido esa experiencia pero, de igual manera, contrastamos con otras fuentes la calidad de aquello que nos susurraron.

Recientemente un corresponsal reveló que los diputados de la Asamblea Nacional se habían asignado un sueldo de 5 millones de dólares mensuales. ¿Cómo alguien pudo creer que tal disparate fuera cierto? Con 10 meses de sueldo un diputado podría montar un bodegón.

Estas fallas ocurren con harta frecuencia en quienes no conocen bien el terreno que pisan. La semana pasada alguien se refirió a un ex Boina Verde (tropas especiales de Estados Unidos) que entrenaba en territorio colombiano 300 hombres que iban a invadir a Venezuela “para derrocar a Maduro”.

Basta con averiguar que los integrantes de las policías de toda Caracas triplican o más el número de los supuestos invasores. Agréguele usted a esa cifra toda la Guardia Nacional y demás cuerpos uniformados y parapoliciales que moran en esta capital y, después, vivirá un ataque… pero de risa. ¿Y quién sale ganando con tanta mentira? No ciertamente los periodistas venezolanos.


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