La más elemental regla de la democracia es que solo se puede acceder al ejercicio del poder con apego al Estado de Derecho, en otras palabras, de acuerdo con unas normas constitucionales, sancionadas democráticamente por la soberanía popular, y en vigor.

De modo que, a la luz de dicha premisa, solo bajo la vigencia de un orden constitucional, jamás en su ausencia, puede predicarse la realización de unas elecciones libres y democráticas, léase competitivas, no discriminatorias, fundadas en la universalidad del voto, realizadas con transparencia, sujetas a control previo y posterior.

La cuestión viene al caso a propósito de un hecho central que se maneja con ligereza, no sólo en el ámbito interno de Venezuela sino por actores parciales dentro de la comunidad internacional.

Que Venezuela ha de resolver a través de unas elecciones democráticas su muy grave problema de gobernabilidad, para luego alcanzar condiciones de gobernanza, es un presupuesto indiscutible. Pero es estulticia señalar que se pueden hacer elecciones, así no más y para salir de un atolladero; pues para que sean legítimas y legales, sobre todo para que cumplan, al término, con el cometido señalado, se requiere de reglas, de cánones a los que deban ajustarse los electores y los elegidos. Y eso, exactamente, es de lo que carecen hoy los venezolanos, huérfanos de Estado de Derecho.

No especulo. Una cosa es el fraude o la ficción de juridicidad, cosa muy diferente la juridicidad virtual.

Hay ficción cuando se finge o se imagina uno lo que no es ni puede ser –lo recordaba en su tiempo Piero Calamandrei, a quien no me canso de citar hasta el cansancio– tanto como el fraude, que implica la vivencia bajo el “régimen de la mentira”: lo ilegal se presenta como legal y lo legal se ilegaliza, se prosterna, bajo una práctica de “organización de la ilegalidad”, tal y como ocurre bajo el fascismo italiano.

Así las cosas, es elemental convenir con lo declarado, a manera de aforismo, por la Cancillería de Colombia el pasado 16 de enero: “Una transición rápida hacia la democracia es la ruta hacia la paz y el desarrollo en Venezuela y la superación de la crisis requiere de elecciones libres, limpias y transparentes organizadas por un gobierno transicional, que cuenten con la supervisión de la comunidad internacional” (las cursivas son mías).

Sin un gobierno transicional, que asegure un marco básico de derecho y de legitimidad constitucional, nunca habrá elecciones libres, limpias y transparentes en Venezuela, internacionalmente reconocibles. En la actualidad no gozan ni el Estado ni la nación de soberanía territorial efectiva, de suyo hay orfandad real y total de gobierno efectivo, y su población es diáspora hacia adentro y hacia afuera.

De modo que, quienes ponen la carreta delante de los bueyes y hablan de convocar elecciones –unos que presidenciales, otros que generales, y las mafias que se reparten los restos de una “cosa pública” que ha desaparecido, proponen elecciones parlamentarias– apenas cuidan de sus mendrugos. No quieren ir a la cárcel, o viviendo como se encuentran dentro de la cárcel que es ese espacio infernal conocido como Venezuela y donde se juntan todas las maldades indescriptibles, apenas aspiran al plato de comida que les promete su carcelero, que son muchos y se turnan, en medio de la anarquía reinante.

Pero volvamos a lo esencial, al debate sobre la ficción y la virtualidad venezolanas.

El 5 de febrero de 2019, los venezolanos, por mediación de su representación popular legítima e internacionalmente reconocida, adoptó un Estatuto para la Transición, cabalmente virtual, es decir, “muy posible que se alcance o realice”.

En él se dice, textualmente, que su propósito es “restablecer la vigencia de la Constitución”, dado que se ha impuesto un sistema “alejado de los principios constitucionales y de la tradición republicana del país”. En síntesis, al no haber Estado constitucional de Derecho, dicho estatuto provisorio sostiene los hilos precarios de una mínima civilidad dentro de unos términos espaciales ganados por la ignominia y, lo que es peor, detentados por una criminalidad sin banda o grupo que la uniforme en sus despropósitos.

“La reinauguración del orden constitucional”, así las cosas, es el desiderátum, son los bueyes. De suyo vale, así, el orden lógico prescrito por el mismo Estatuto: “Los fines de la transición son… (1) el pleno restablecimiento del orden constitucional, (2) el rescate de la soberanía popular a través de elecciones”, según su artículo 3.

Ello explica, no de otra manera, que la Asamblea Nacional, último reducto y objetivo de guerra para las fuerzas de la delincuencia que, irremisiblemente y a la manera de tsunami inunda con sus olas fétidas los espacios sagrados de la patria, tanto como arrastra a las carroñas que se cuelan dentro de estos, haya expedido un acto sensato el 17 de septiembre del pasado año: Acordó el “respaldo político irrestricto al liderazgo de Juan Guaidó Márquez como presidente de la Asamblea Nacional, y como presidente (e) de la República Bolivariana de Venezuela, hasta que se produzca el cese de la usurpación” (cursivas mías).

Calamandrei, a quien he citado, describe a la ficción de juridicidad, y ella no encuentra mejor ejemplo que el mismo Estatuto provisorio, suerte de galimatías demencial: “El 5 de enero de 2021 se instalará la nueva Legislatura de la Asamblea Nacional de conformidad con el artículo 219 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, a cuyo efecto se celebrarán elecciones parlamentarias durante el último trimestre del año 2020”.

¿Habrá miserables que se presten a tan grave fraude, para medrar a los pies de sus secuestradores?

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